Nadie como él puede entender mejor a sus
clientes: los presos políticos saharauis. Éste abogado, que fue secuestrado
durante 16 años, desarrolla su actividad profesional en un estado ocupado, el
Sahara Occidental. Mohamed Fadel Leili se licenció en Derecho tras haber
sufrido esta desaparición forzosa en cárceles secretas junto con toda su
familia. Tras su liberación retomó su vida en el mismo punto donde se la
robaron y completó sus estudios. Actualmente prepara su doctorado en Derecho
Internacional, especializado en los conflictos de fronteras en África ante el
Tribunal Internacional de La Haya.
Hoy ha sido una jornada de trabajo
extenuante y, pese a ello, su camisa no lleva ni una arruga y conserva una
sonrisa prudente en el rostro. Acaba de volver a su despacho, junto a la
avenida La Meca de El Aaiun (Sahara Occidental) desde la sede de una
asociación. Allí ha ofrecido una formación en derechos humanos a activistas
saharauis, les ha explicado a sus compatriotas los resortes de la justicia y la
legalidad internacional para defender su causa: la independencia del pueblo
saharaui.
Pero quizá lo más intenso del día ha sido
el juicio de la mañana. Su cliente, Abdeslam Loumadi estaba acusado de lanzar
un coctel molotov a un coche de la policía marroquí. Un delito que en el código
penal de la potencia ocupante, Marruecos, (artículos 580 y 585), puede ir con
penas desde cinco años hasta pena de muerte.
El abogado saharaui está satisfecho: ha
conseguido una condena de 10 meses. Cualquier letrado estaría exultante,
eufórico. Pero Fadel Leili no. Sabe que su cliente era inocente, pero es un
preso político más. Que las denuncias desproporcionadas son una herramienta de
las fuerzas de seguridad marroquíes, en connivencia con algunos jueces, para
angustiar a la población autóctona. Para desgastarles, para invitarles a que
abandonen el activismo.
Es por ello que, en cualquier país
democrático, cualquier sistema jurídico se hubiera juzgado los hechos con
resultado de absolución. Ni los tres policías que el fiscal llevó como
testigos, y que aseguraron no reconocer al acusado porque el atacante llevaba
un turbante tapándole la cara, ni la confesión que la policía le obligó a
firmar tras torturarlo, han servido para ganar este juicio.
“A veces los antecedentes de un acusado ni
siquiera son considerados como agravantes, porque los tribunales ya saben que
las acusaciones no son ciertas”, comenta Mohamed Fadel Leili.
Su despacho, ubicado en una humilde
comunidad de vecinos, es sencillo y austero. Llaman la atención las rejas en la
entrada de la puerta. Cuando se le pregunta si ha recibido amenazas, Fadel
Leili comenta que él, en los últimos años no. “Sin embargo, mi secretaria vive
en el barrio de Matala, un lugar donde es habitual que las fuerzas de seguridad
marroquíes o los colonos tiren abajo tu puerta con cualquier pretexto”. Ella
pasa muchas horas sóla en el despacho, y tiene miedo.
Mohamed Fadel Leili forma junto con Bachir
Rguibi Lahbib, Mohamed Boukhaled y Bazaid Lehmad el equipo legal que defiende a
los activistas saharauis en el Sahara Ocupado. Su tabla de salvación en los
tribunales. Son pocos los saharauis que logran obtener un título de Derecho,
puesto que Marruecos impide desarrollar estudios superiores en el Sahara
Occidental y tienen que desplazarse a territorio marroquí. Es lo que hizo Fadel
Leili en enero de 1976, pero con un paréntesis: 16 años desaparecido. Mohamed
Fadel Leili, antes de ser abogado, fue víctima de un secuestro e interno en
diversas cárceles secretas durante 16 años, los mismos que tenía cuando le
detuvo la policía marroquí en Kenitra, a 40 km de Rabat.
Con 32 años y habiendo sufrido torturas
indecibles, un trato inhumano y habiendo visto morir a muchos amigos y
familiares en la cárcel, Mohamed Fadel Leili tomó la determinación de retomar
su vida en el mismo punto que la dejó: a punto de acceder a la carrera de
Derecho.
Este es su relato sobre los dieciséis años
de su desaparición forzosa:
“Mi familia vivía en Tan Tan, pero mi
hermano y yo nos habíamos desplazado a Kenitra, para estudiar en su liceo
porque en el de Tan Tan recibíamos amenazas. En Kenitra vivía nuestro tío y,
aunque estábamos internos, los fines de semana lo visitábamos. Sin embargo, en
enero de 1976 detuvieron a mi hermano, en una ola de desapariciones forzosas
que se dirigen contra los saharauis. Mi padre, mi madre, mi tío y mi tía desaparecen
el 27 de febrero del 76. Yo tenía 16 años y, aunque no tuve contacto con mi
familia, había recibido información asegurando que estaban en la comisaría de
Agadir”.
A Fadel Leili lo trasladan a la cárcel
(entonces secreta) de Derb Moulay Cherif, junto con opositores al régimen y
presos políticos. De ese sótano recuerda la ropa que le obligaron a ponerse,
llena de pulgas y mucho más grande que él, de manera que tenía que andar
siempre agarrándose los pantalones con las manos. En ese sótano también perdió
su nombre, se lo cambiaron por el 79 o 97, no recuerda bien.
Los guardias también están deshumanizados,
no se sabe su nombre, hay que llamar a todos “El Hash”, el jefe, para cualquier
necesidad. Allí, en Derb Moulay Cherif prueba el sabor de la tortura, largas
sesiones en las que se le interroga acerca del Frente Polisario. Le intentan
sacar información sobre su cúpula, le preguntan por El Uali Mustafa Sayed y por
otros dirigentes de este Movimiento de Liberación, entre ellos, otro de sus
hermanos: Mohamed Lamin Ahmed. “¡Claro que los recordaba! Venían por mi casa,
pero yo no era más que un niño sin ideas políticas”, rememora.
Su siguiente destino fue la cárcel secreta
de Agdez, donde iban a parar la mayoría de saharauis con estudios superiores, o
como él, que todavía estaban en el Liceo. Detienen a gente aleatoria, no por su
relación entre si, sino la gente que podía construir un movimiento de
resistencia a la invasión. Recuerda el día del traslado como si fuera ayer.
“Ochocientos kilómetros en furgoneta, bajo el sol abrasador de julio de 1976.
Éramos diez jóvenes, esposados, vendados. Vi un destello de humanidad en uno de
los guardias que se saltó la prohibición de darnos de comer o beber cuando nos
dio un trago de agua a escondidas. Nos reciben con torturas y nos registran.
Ahí me llevé la primera sorpresa. Mientras me inscribían leí en francés que en
el registro de salidas sólo había muertos. Es entonces cuando entiendo que
estamos ahí para morir”. Como suele decir el médico y psicólogo forense Carlos Beristain,
“los procesos represivos son muy burocráticos”. Siempre hay abundante
documentación que atestigua la cantidad y calidad del daño infligido al
enemigo.
Es en Agdez donde consigue ver por una
rendija de la celda pasar a su hermana, a su madre y a su tía, y posteriormente
a su padre. “Siento alivio por no estar sólo, necesitaba a la familia”.
Celdas de 5 o 6 metros cuadrados para diez
personas. Habitáculos vacíos con un suelo irregular del que asoman grandes
piedras. Mantas del tamaño de una servilleta grande para pasar las frías noches
del desierto. Platos oxidados que contienen agua caliente con una gota de
aceite, en los que flota la herrumbre o un trozo de zanahoria tan grande como
la yema de un dedo. Por la tarde, papilla de cereales que se vuelve negra al
contacto con el óxido. La anemia se instala en los cuerpos de los presos.
“Perdían la capacidad de andar, tenían los gemelos agarrotados. Los dientes se
caían y las encías estaban en carne viva, hubo muchos muertos por desnutrición.
Así que optaron por darnos cuatro o cinco dátiles al día. Pero se los dábamos a
los enfermos”. “Un día nos dieron arroz, pero un viejo se dio cuenta de que
llevaba pequeñas agujas y dio la voz de alarma. La alegría se convierte en
pesadilla”.
La muerte sobrevuela Agdez. Los guardias
les permiten realizar el rito musulmán con los cadáveres de los compañeros. Los
lavan, los envuelven con vendas blancas y rezan por sus almas. Cada vez que los
guardias se llevan un cuerpo vuelven a entregarnos vendas y nos dicen “éstas
son para vosotros”. Cada vez que un preso muere torturan a otro para desviar la
atención de los vivos. La urgencia del sufrimiento les hace olvidar al que ya
se ha ido. “Los guardias quiebran la columna vertebral de los cadáveres y
arrojan ácido a sus caras para que no se les reconozca si alguien descubre la
fosa”.
Pero ¿cuál era el plan de las autoridades
marroquíes? “Los guardias nos cuentan que al principio vino el gobernador de la
zona, Ouarzazate, y da órdenes de que los presos mueran lentamente, se entierre
los cuerpos y se castigue duramente a los centinelas que ayuden a los
saharauis.
“Todavía no habían sido entrenados (en
referencia al adiestramiento en torturas que la CIA procuró). Los guardias de
Agdez dan palizas sin control, sin técnica, con los palos de los picos, con
hojas gordas de palmera, con botellas de cristal… De dos a doce guardias al
mismo tiempo”.
Pese a todo, Mohamed Fadel Leili y su
familia sobreviven para ver una cárcel más: Kalaat M’Gouna. “La noche más dura
de mi vida”, describe rotundo, sin dudarlo. Es octubre del año 1980. En la caja
de cada camión van atadas 25 personas, todos con el mismo rollo de cuerda, por
lo que cada movimiento o bache aprieta más las ligaduras de los otros. “Los
militares pasan por encima de nosotros, nos golpean con la culata del rifle en
la cabeza y las rodillas. Al llegar cortan la cuerda, nos tiran de bruces desde
el camión al suelo. Un compañero muere por hemorragia interna. En Kalaat
M’Gouna, las pequeñas mejoras que habíamos conseguido en Agdez se desvanecen”.
Pero ¿y su familia? También han sido
trasladados allí, les dan diez minutos a la semana para reunirse. Normalmente,
en las celdas permanecen atados de manos y pies cuatro personas. Un nuevo
miembro del clan llega a la cárcel, su hermano menor, detenido en 1983. “Un
guardia le dice un día a mi madre que tiene un regalo para ella, y le lleva a
encontrarse con ese hijo, camino de la sala de tortura. Le advierte con una
sonrisa que ha enloquecido”. Están juntos en una sala llena de soldados. El hijo
no conoce a su madre, pero tras un rato en el que ella trata de llevarle a
recuerdos de infancia, mejora, sonríe, conecta con la realidad. En cuanto los
guardias lo ven, se lo llevan.
Y así sobrevivió su familia, hasta su
liberación.
En 1991 Marruecos libera a 300 presos
saharauis, entre ellos Mohammed y su familia. Los trasladan a El Aaiún y llegan
a mediodía. Por la noche fallece su padre, tras 16 años en prisiones.
Aquí termina el paréntesis, pero no
concluye el dolor. Con 32 años vuelve al Liceo, compartiendo pupitre con niños
de 16. Tras pasar muchas penurias económicas, consigue acceder a la Universidad
de Marrakech.
Mientras, su hermano menor, que ha mejorado
psicológicamente gracias a un tratamiento médico, desaparece. La familia
emprende su búsqueda, por gendarmerías, por hospitales… hasta que Mohammed
llega a la morgue. “Me dicen que sólo hay un cuerpo, que es de un marinero
llamado Omar. Pero yo lo quiero ver, es mi hermano. Afirman que murió ahogado
mientras hacía natación. Que se desnudó, dejó su reloj en las zapatillas y
luego el mar lo devolvió junto a su ropa. Pero su camiseta tenía marcas de
pintura, una sandalia estaba rota, tenía señales de estrangulamiento…”.
En 1996 se licenció y en el 97 aprobó su
examen de acceso a la abogacía. En 2003 obtiene un título de máster en Derecho
Internacional, y posteriormente se doctora en este ámbito, especializándose en
los conflictos de fronteras en África ante el Tribunal Internacional de La
Haya. “Hoy continúo con mi promesa de defender a los saharauis que sufren
torturas. Formo parte de un equipo de abogados que trabajamos de manera
voluntaria”.
El papel de Mohammed Fadel Leili, junto con
sus tres compañeros, está considerado como determinante por los miembros de las
asociaciones saharauis de Derechos Humanos. Precisamente en 2011 recibieron el
premio de la Fundación Abogados de Atocha, un premio que el Consejo General de
la Abogacía Española se ha comprometido a impulsar mediante un convenio
suscrito el pasado mes de mayo.
Nadie mejor que este equipo de cuatro
abogados saharauis, tres de los cuales han sido víctimas de desapariciones
forzosas y tortura, puede entender el sufrimiento de las personas a las que
defienden. “No nos gusta nada el sistema jurídico, pero tenemos la obligación
de controlar todos sus resortes. Sufrimos cuando vemos injusticias con el único
motivo de que los acusados son saharauis. Los jueces marroquíes cometen un
delito cuando desplazan el derecho que se debería aplicar aquí. Nuestra
experiencia como equipo de abogados es importante, la usaremos cuando diseñemos
nuestro propio sistema. Cuando el Sahara sea libre”.
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