OPINIÓN
"Admitimos –aunque sea a duras penas– la
culpa de los procesos lejanos, de los relacionados con el expolio de América
Latina. Pero no hablamos de lo que ocurrió en el siglo XX en Guinea Ecuatorial
y el Sáhara Occidental".
En el Museo Nacional del Pueblo Saharaui en
Bojador –una de las siete wilayas o departamentos que forman los campamentos de
refugiados saharauis en Tinduf, Argelia– una de las vitrinas más destacadas
exhibe una vértebra y una mandíbula de tiburón. Enormes e insolentes,
sorprenden a quienes visitan un museo en el que creían que solo les iban a
hablar sobre el desierto. Cuarenta y tres años bastan y sobran para confundir a
un pueblo con su exilio. Décadas de imágenes repetidas nos han llevado a
identificar el Sáhara Occidental con el entorno de los campamentos de
refugiados en los que se ven obligados a vivir mientras continúan, pacientes e
incansables, la lucha por recuperar su territorio originario. Pero ellas,
ellos, no se cansan de recordarlo: como escribe Bahia Mahmud Awah, uno de los
poetas de la Generación de la Amistad –un grupo de autores que utilizan el
castellano como lengua de expresión literaria–, “la mar, esta / nuestra, con
sus cuajadas espumas / negras, rojas, blancas / y verdes, / volverá a vernos,
inevitablemente, / seguro volverá a vernos”.
En realidad, ese mar ha tenido algo de
condena. Cuando las potencias coloniales se repartían África, el Sáhara
Occidental era un pueblo de tribus nómadas que recorrían el desierto sin
reconocer fronteras rectilíneas ni prestar demasiada atención a la costa. Por
eso, la progresiva creación de ciudades españolas en el borde de un Atlántico
al que apenas miraban un puñado de pescadores tardó un poco en preocuparles. Y
para cuando se vio la trampa, ya era tarde: los pactos ajenos habían sido
establecidos y su pueblo, poco amigo de estructuras y liderazgos, se veía
sometido a un nuevo orden que ni siquiera les resultaba sencillo de entender.
Las sequías hicieron el resto: obligados por la escasez a desplazarse a esas
zonas que ahora jalonaban nuevas ciudades, para la década de 1960 muchos
saharauis se encontraban trabajando para empresas españolas que habían visto en
la pesca y los fosfatos recursos con los que enriquecerse, y en el borde del
Sahel un enclave estratégico para no quedar fuera de nuevas rutas comerciales y
pugnas militares.
Recientemente, la Unión Europea aprobó por
flagrante mayoría un acuerdo que da legitimidad a la explotación por parte de
Marruecos de estos mismos recursos y posiciones, en lo que constituye un nuevo
paso de esa misma historia. Esta decisión va en contra de resoluciones
jurídicas previas, como la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea que, unos meses antes, había decretado el fin de la prórroga de un
acuerdo similar al considerar que esa explotación de recursos iría en contra
del Derecho Internacional, al ser el Sáhara Occidental un territorio “pendiente
de descolonización”, como ha reconocido también la ONU en su resolución a favor
de un referéndum de determinación que lleva décadas postergándose, mientras
Marruecos maniobra para condicionar un censo que intenta poblar progresivamente
de colonos que votarían potencialmente en contra de la independencia.
La comunidad internacional sabe esto, pero se
empeña en olvidarlo, entrampada en un juego de intereses que pesan más que el
desamparo de 300.000 personas condenadas a vivir en la nada, con absoluta
dependencia de una ayuda internacional que, en ese contexto, se parece más a la
caridad que a la justicia. Apoyar al Sáhara Occidental es una postura que va de
suyo en el pack de izquierda, pero que hace tiempo que no implica una
coherencia en las acciones. Como si la espera nos hubiese contagiado su triste
paciencia, parecemos asumir que la solución no está a la vista. Y, en
consecuencia, las generaciones que no hemos vivido el desarrollo del conflicto,
cada vez entendemos menos de su verdadero origen y causas.
Y es que, si hay que estar siempre explicando
de nuevo lo que ocurre –si una y otra vez debemos recordar que el Sáhara tiene
mar–, quizá es porque el olvido de su historia es algo muy intencionado. España no se ha hecho cargo, en general, de
la Historia de su colonialidad. Admitimos –aunque sea a duras penas– la culpa
de los procesos lejanos, de los relacionados con el expolio de América Latina,
porque cinco siglos sitúan las responsabilidades lo suficientemente lejos. Pero
no hablamos de lo que ocurrió en el siglo XX en Marruecos, Guinea Ecuatorial y
el Sáhara Occidental. A diferencia de otras antiguas metrópolis, que se han
visto obligadas a hacerse cargo en alguna medida de los procesos de
descolonización que les correspondían, la memoria democrática española ignora
activamente esta parte de la Historia en su relato. Y el caso del Sáhara
Occidental es paradigmático en tanto nunca llegó a resolverse. España abandona
el territorio a su suerte en febrero de 1976, pocos meses después de la muerte
de Franco. Y si la retórica colonial había sido una herramienta usada
estratégicamente por la dictadura (como también fue importante para ella la
explotación económica de las colonias y la explotación militar de su
población), hacer borrón y cuenta nueva a ese respecto fue uno de los acuerdos
fundantes del nuevo tiempo. Cuando hablamos de Cultura de la Transición también
hablamos de ese lavarse las manos. Por eso, revisar los relatos heredados y
reconstruir el camino que nos trae hasta aquí también debe incluir retomar la
abandonada responsabilidad que nos une al futuro del pueblo saharaui.
Nuestra memoria democrática no puede estar
completa si ignoramos que a las fosas comunes que queremos abrir en España se
suman las que lindan con el muro de la vergüenza construido por Marruecos en el
desierto, donde también yacen personas que, en el momento de su desaparición,
tenían ciudadanía española. No puede estar completa si ignoramos el expediente
abierto de los cientos de trabajadores de empresas españolas cuyos derechos
quedaron en vilo con la apresurada salida del territorio. No puede estar
completa si ignoramos que la Sección Femenina también tuvo entre sus empeños
“reconducir” a las mujeres saharauis hacia modos culturales de género que les
eran ajenos. No puede estar completa si ignoramos que hay algo que hemos dejado
sin resolver.
En un colegio de los campamentos de
refugiados, cuando quieren mostrar a los visitantes su dominio del castellano,
las niñas y niños conjugan tres verbos: luchar, defender… y esperar. Aunque no
seamos conscientes, nuestro idioma está habitado por el tiempo detenido de esa
generación para la que el mar ha dejado de ser cierto. Para ellas y ellos, la
realidad cotidiana no tiene costa: solo conocen los precarios campamentos de
refugiados en los que los mayores se preocupan de la proliferación de
construcciones de hormigón, que parecen decir que la continuidad del exilio se
va asumiendo. Para ellas y ellos, la vértebra de tiburón del museo nacional es
la prueba de realidad del relato de una tierra que no han visto, pero que va a
marcar sus vidas con el sentido de una lucha de recuperación de la que todo su
pueblo es partícipe con una tenacidad inusitada.
Mientras, en el extranjero, sigue siendo
necesario explicar una y otra vez la misma historia, sepultada bajo dunas de
olvido. Por más que los poetas no paren de recordarlo: “la mar volverá a
vernos, inevitablemente, / seguro volverá a vernos”.
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