Marruecos ha expulsado este año a 19
españoles del Sahara por motivos políticos. No quiere periodistas ni
observadores. La censura oculta las torturas, palizas y detenciones arbitrarias
que sufre la población saharaui
ANA CORTÉS. Sábado, 3 agosto 2019
Las motocicletas se esquivan como pueden en
las calles abarrotadas de El Aaiún nocturno. A orillas del océano Atlántico, la
capital del Sahara Occidental duerme hasta que cae la noche y baja la
temperatura. El bullicio que domina los restaurantes no se concibe por el día,
cuando la mayoría de adultos cumple con su jornada laboral. Sin embargo, existe
un grupo de ciudadanos que descansa por el día y se moviliza por la noche. Las
casas familiares en las que se dan cita se han convertido en refugios contra
las intervenciones policiales. Bajo techo y en la clandestinidad, la comunidad
saharaui se organiza para que su identidad sobreviva a las vejaciones.
En 1975, Marruecos invadió la entonces
provincia española con la Marcha Verde y estalló una guerra sin cuartel contra
el Frente Polisario. La expansión, que incluía Ceuta y Melilla, se enmarcó en
el sueño del 'Gran Marruecos'. Los niveles de violencia siguen intactos en la
actualidad. Un combinado de torturas descabelladas, penas de cárcel
desorbitadas, prohibiciones de moverse libremente y el muro minado convierten
al Sahara en un correccional a cielo abierto.
Las organizaciones saharauis de derechos
humanos combaten pacíficamente por el referéndum de independencia. Una votación
reconocida por las Naciones Unidas y que fue prometida por España cuando
ejercía como potencia administradora de su entonces colonia. Los colectivos
están vigilados constantemente por las autoridades marroquíes y la violencia es
su herramienta para disuadir sus protestas o asambleas. Sus acciones quieren
evitar la censura. Denuncian la brutalidad policial incluso ante agentes de la
MINURSO, la Misión de Naciones Unidas para el referendo.
El bloqueo mediático es total y ya se
cuentan 19 españoles expulsados del territorio en lo que va de año. Sus
intenciones políticas fueron la causa. Diez de ellos eran juristas que acudían
como observadores internacionales a diversos juicios que se desarrollaban
contra activistas locales. Reporteros sin Fronteras (RSF) denuncia
frecuentemente que Rabat obstaculiza deliberadamente el trabajo de los periodistas.
Consideran que informar en el Sahara es un inconveniente crítico. Dos
profesionales españolas fueron forzadas a abandonar El Aaiún en los pasados
meses de febrero y junio. Una muestra de la inexistente libertad de prensa que
padece el Sahara Occidental. Las expulsiones suelen ser poco difundidas en los
medios españoles, y tampoco se aprecia interés por el seguimiento del
conflicto.
Polizones en el Sahara
Patricia e Irati inauguraron la serie de
expulsiones a principios de enero. Fueron acusadas de promover la independencia
de la región. Les siguió el jurista aragonés Luis Mangrane, interceptado tras
aterrizar en El Aiaún y a quien se prohibió la entrada por ser «una persona non
grata para Marruecos». Ni siquiera llegó a salir del aeropuerto.
En febrero, tres activistas navarros fueron
expulsados tras permanecer varios días en El Aaiún. María, Iratxo y Alberto,
miembros de la Asociación Navarra de Amigos del Sahara, conversaron con la
comunidad de forma clandestina durante su estancia. Su relato de la expulsión
coincide con el patrón habitual en estas circunstancias. Fueron vigilados por
la Policía y los servicios de inteligencia, detenidos y agredidos durante los
interrogatorios. Finalmente, viajaron hasta la urbe marroquí más cercana,
Agadir, donde nadie habla de la represión y el turismo hace caja.
«Cada país tiene sus límites», sentenciaba
un agente de Policía con cigarrillo en la boca durante el interrogatorio a esta
redactora, quien fue expulsada semanas más tarde. Para los cuerpos de seguridad
de Rabat, reunir información política en el Sahara rompe todas las reglas. En
marzo, se siguió el mismo procedimiento con una joven gallega y en abril se
produjo la sexta salida forzosa. Se trataba de dos activistas vascas que se
habían reunido con militantes saharauis. Las personas con las que se
encontraron fueron golpeadas, según el medio local 'Equipe Media'. A mediados
de mayo les tocó el turno a cinco abogados españoles que llegaron a El Aaiún
para asistir al juicio de Nazha El Khalidi. Fueron retenidos en el aeropuerto
de la capital y después trasladados al de Casablanca. Un mes más tarde
expulsaron a Judith Prat, fotoperiodista oscense premiada a escala
internacional. La Policía marroquí fue a buscarla dos horas después de recalar
en la zona. De nuevo en junio, tres observadores del Consejo General de la
Abogacía fueron obligados a volver a España nada más aterrizar.
El singular urbanismo de las casas
saharauis suele sorprender al viajero que las visita por vez primera. Las
ventanas de los inmuebles pueden contarse con los dedos de una mano y los muros
de las azoteas llegan a medir dos metros de alto sin apenas vanos. La comunidad
sólo se siente libre a cubierto, entre paredones de hormigón.
Las aguas del Sahara Occidental son las más
ricas del Norte de África, pero son explotadas por terceros sin permiso de la
RASD (República Árabe Saharaui Democrática).
España encontró ese año el primer
yacimiento de fosfatos en el territorio. La abundancia de estas sales lo vuelve
esencial en el mercado de este material.
Historia de una invasión
En 1965 el Sahara Occidental es calificado
territorio no autónomo por la ONU y se inicia el proceso de descolonización.
Como potencia administradora, España se comprometió a celebrar un referéndum de
independencia con los allí censados, los locales. No obstante, firmó en 1975
los Acuerdos de Madrid con Marruecos y Mauritania, en los que se establecía una
administración tripartita temporal, inválida según el Derecho internacional.
La región saharaui fue dividida de norte a sur
con un muro minado. Oculta entre 10 y 40 millones de minas terrestres, según la
ONU. Las costas, las ciudades principales y los yacimientos de fosfatos quedan
al oeste del muro, bajo poder marroquí. Al este se constituyó la República
Árabe Saharaui Democrática (RASD). Una zona liberada, pero yerma y desértica.
Es el año en que España abandona el
territorio debido a la inestabilidad que provocó la Marcha Verde y la muerte
del dictador. Marruecos asaltó el territorio en el verano del 75 con civiles
escoltados por agentes armados. La ONU condenó la ocupación y pidió la retirada
inmediata de la población marroquí. Según la legislación internacional, España
es aún la responsable de proteger al pueblo saharaui.
Demografía y desempleo
El Sahara, cuyo tamaño supera al de Reino
Unido en veinte kilómetros cuadrados, alberga a 566.000 personas. Se estima que
sólo el 20% son saharauis, pues en la guerra gran parte se refugió en Argelia.
Según cifras oficiales, cuatro de cada diez
jóvenes en entornos urbanos están en el paro. A esta coyuntura se suma que el
origen saharaui suele ser una traba laboral.
Última víctima mortal
Una estudiante saharaui de 24 años fue
atropellada por vehículos antidisturbios marroquíes el pasado sábado en El
Aaiún. Todo ocurrió cuando salía del instituto y cruzaba una vía atestada de
manifestantes.
Pese a sus méritos, Mohammed Mayara engrosa la lista de parados saharauis desde hace diez años. A sus 44, es uno de los activistas más acosados por las autoridades marroquíes. Desde que era joven, motivado por el asesinato de su padre durante la Marcha Verde (la invasión marroquí del Sahara español), se convirtió en un diligente defensor de los derechos humanos. A su progenitor se lo llevaron a comisaría en su ciudad natal, Tan Tan, y no regresó. Está oficialmente desaparecido, porque no se ha encontrado su cuerpo.
Fue profesor de Historia en aulas de secundaria a finales de los 90. Perdió su puesto seis años más tarde porque no explicaba «la propaganda marroquí». Una de las consignas que el régimen de Rabat enseña en sus libros de texto y que justifica la ocupación es que el Sahara Occidental tenía conexiones históricas y geográficas con Marruecos. Como historiador, Mayara asegura que no es cierto y lanza una simple pregunta: «Si el Sahara fuese o hubiese sido en algún tiempo de Marruecos, ¿por qué en un primer momento se dividió el pastel con Mauritania?». La soberanía marroquí no es reconocida por ningún Estado ni organización internacional. Sin embargo, la ONU tampoco considera la región como país. El resultado es que el Sahara es el último territorio de África por descolonizar.
Con serenidad y dulzura, la voz de Mayara atrapa al espectador en el cortometraje 'Tres cámaras robadas'. Las imágenes muestran protestas pacíficas en El Aaiún y su disolución por las autoridades marroquíes. La fuerza bruta es la protagonista. La mayor parte de los participantes son mujeres, pues, gracias al movimiento feminista, la detención de una de ellas genera más controversia que la de un hombre. Todas las tomas están grabadas desde las azoteas de las casas. También denuncia que la seguridad marroquí requisa las cámaras en las manifestaciones y las usa para filmar a sus dueños en otras revueltas. Cuando era niño tuvo que enfrentarse a insultos y burlas en la escuela. Como adulto, encara palizas y detenciones. La última fue en el aeropuerto de la capital, al regresar de los campos de refugiados de Tinduf, en Argelia. La agresión ha sido denunciada por la Organización Mundial Contra la Tortura.
Los tribunales de El Aaiún condenaron a
Nazha El Khalidi con una multa de casi 400 euros por ejercer como reportera sin
la autorización estatal. El Khalidi es una ciudadana saharaui de 27 años que se
convirtió en periodista para contar la situación de su pueblo. La vista se
celebró en junio y se enfrentaba a una posible pena de hasta dos años de
prisión. Los hechos tuvieron lugar en diciembre del año pasado y fue detenida
cuando emitía una manifestación en directo a través de sus redes sociales. En
el vídeo, de cuatro minutos, se observa una protesta pacífica repleta de
mujeres. En los últimos segundos, un policía la persigue y se abalanza sobre
ella cortando la emisión.
Habla de «un día en el infierno» para
referirse a su primera tortura. Tenía 13 años. Participaba en una concentración
contra la soberanía marroquí en las calles de la capital cuando comenzaron las
cargas policiales. «Pedí ayuda en una casa que tenía la puerta abierta y estuve
segura hasta que las autoridades empezaron a registrar los edificios»,
recuerda. Los agentes sacaron a decenas de personas de sus viviendas y buscaron
entre ellas a los manifestantes. «Aprovecharon para lanzar televisores,
vajillas y comida por las ventanas», relata. Nazha fue localizada rápidamente y
la colocaron en fila con el resto de mujeres sospechosas. «Nos amenazaron con
violarnos y nos dijeron los objetos que utilizarían», asegura. Llegaron los
golpes y los jirones de ropa en plena calle. Muchas quedaron desprovistas de su
melfa y todas ellas fueron trasladadas a un cuartel. Esposada y con los ojos
vendados, lloró toda la noche sentada sobre un suelo mojado. «Quien se puso
detrás me preguntaba y, si no contestaba lo que ellos querían oír, me
abofeteaban», prosigue. A su edad, ni siquiera entendió cada uno de los
insultos que escuchó.
Su familia está dividida por el muro
minado. La mayor parte de sus tíos viven en los campos de refugiados de Tinduf,
donde la comunidad se mantiene gracias a la ayuda humanitaria internacional. De
sus familiares en El Aaiún, nadie trabaja. Sus ocho hermanos han sido
torturados y uno de ellos también pasó año y medio en prisión por manifestarse.
El rostro más conocido de la revolución
dicta su sentencia: «He sacrificado todo en la vida». Aminetu Haidar llegó a
las televisiones en 2009 por su huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote
tras ser expulsada del Sahara Occidental. Para regresar debía pedir disculpas al
rey Mohammed VI y anunciar públicamente que era marroquí. Se levantó el veto
después de 32 días.
A los 20 años fue encarcelada en una de las
prisiones secretas marroquíes por manifestarse a favor de la autodeterminación.
No se presentaron cargos contra ella, ni se celebró un juicio; pero pasó cuatro
años retenida y con los ojos vendados. Vivió hacinada con una decena de mujeres
más en un pequeño habitáculo. «El techo era de chapa y el calor, insoportable;
sobre todo, cuando dormíamos. Era una lata de sardinas», cuenta.
Su familia nunca conoció su paradero. Por
aquel entonces, en pleno conflicto armado, era la actuación habitual de
Marruecos y el Frente Polisario. El alto el fuego de 1991 supuso la liberación
de los presos de ambos bandos. Recuerda con mucho dolor varios episodios que
sufrieron sus compañeros. «Mohamed Jalil Ayach tendría más o menos mi edad
cuando lo encontré muerto en los baños, era un niño», dice. Su delito fue no
reconocer al entonces ocupante del trono, Hassan II, como su rey. En el patio
practicaban 'El avión' o 'El pollo'. Los agentes ataban los pies de los
reclusos a una grúa y le hacían girar con ella. «Se lo hicieron al que sería el
padre de mis hijos», explica pausadamente.
Aminetu abandonó sus estudios, pero preside
el Colectivo Saharaui de los Derechos Humanos. En enero, recibió a una
delegación política interesada en la autodeterminación del Sahara, visitas que
se suceden con frecuencia. Se les prohibió la salida de la ciudad y fue
agredida ante agentes de la MINURSO (la Misión de Naciones Unidas para el
referéndum en el Sahara Occidental). A su juicio, no tiene sentido el trabajo
de la ONU en el Sahara. Para Aminetu, el conflicto no se ha resuelto todavía
porque «la comunidad internacional no tiene voluntad política». Ella se define
libre cuando llega al desierto, donde se evade de la atenta mirada de los
centinelas que vigilan su casa día y noche.
Cuando era más joven, Ahmed Ettanji temía a la Policía. Había oído muchas historias sobre las comisarías de El Aaiún. A sus 30 años, no duda en responder a las provocaciones. «Cuando los agentes me amenazan con llevarme a una, insisto en que lo hagan; perdí el miedo cuando fui torturado por primera vez», asegura tranquilo.
Cada noche que pasó retenido llenaba su estómago con un mendrugo de pan. «Me daban lo justo para que no me desmayara», recuerda. Ettanji permaneció cuatro días en un centro policial de la capital, sometido a interrogatorios constantes. Su familia desconocía su paradero. De nuevo, los ojos vendados. Atado de pies y manos, obligado a golpes a quedarse quieto. También estuvo mucho tiempo desnudo. Cuando pensaba que no había nadie, movía el cuerpo y sentía los puños por todas partes. No sabía cuántos hombres había en la celda, pero siempre solía haber vigilancia. Ettanji se ha encontrado en numerosas ocasiones con los policías que lo torturaron. No los identifica por sus rostros, pero sus voces se le quedaron grabadas.
Ahmed fue cuestionado por su papel en organizaciones que apoyan la independencia. A la Policía le interesaba cómo contactaban, sus puntos de reunión y nombres completos. Por aquel entonces formaba parte de un colectivo que repartía folletos sobre la causa saharaui y coordinaba protestas. Suele viajar por Europa, especialmente por España, para informar sobre el sufrimiento en su hogar. Este año ha organizado entrevistas y conferencias en Madrid, Pamplona, Valencia o Vitoria. «No me planteo vivir aquí -confiesa-, el trabajo está en las zonas ocupadas». Quiere dejar un legado a las generaciones futuras por medio de la lucha pacífica.
Domina el castellano, pues estudió Filología Española en la Universidad de Agadir. En el Sahara no hay ningún centro de estudios superiores, el más cercano de la capital está allí, a 640 kilómetros. Esto favorece la diáspora del pueblo. Ettanji nunca ha trabajado, aunque es licenciado y habla tres idiomas con fluidez. Con triste calma, habla de su vida plagada de marginaciones. Lo que más le pesa es sentirse sitiado y la sensación constante de ser perseguido.
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