Por Larosi Haidar
Ha pasado ya medio siglo de la ignominiosa
acción llevada a cabo por el Estado español y, a día de hoy, ni mu sobre la
desaparición del líder saharaui que tuvo la imperdonable osadía de pedir,
pacíficamente, la libertad de su pueblo. Y decimos desaparición aun cuando
todos sabemos que fue una cobarde liquidación a sangre fría de cuya nocturnidad
y alevosía fueron testigos impávidos las dunas cercanas al Aaiún.
Cuántas veces tomamos esa carretera que va
de la ciudad a la playa sin sospechar siquiera de la existencia del terrible
secreto bajo las omnipresentes dunas. Con la cabeza asomando por la ventanilla
del coche y la fresca brisa marina dándonos en la cara, soñábamos con guerreros
meharistas que se batían en retirada entre las sinuosas mamas de arena para
volver al ataque en la siguiente curva. Otras veces, era "laqheua",
el cafetín, lo que llamaba nuestra atención más allá de la primera línea de
dunas. Se trataba de una pequeña construcción a la que llevaba, desde la
carretera principal, una especie de camino curiosamente recto y despejado y
que, desde siempre, nos había parecido de una naturaleza siniestra y
sobrenatural. En alguna ocasión, incluso podían distinguirse reclutas
peninsulares de esos con ojos de gato merodeando por los alrededores de
"laqheua" haciendo no se qué entre tanta duna y duna. Hasta se oían
voces y gritos extraños mezclados con el roce del viento cuando el coche
alcanzaba el punto más cercano al cafetín. Entre los niños, nos decíamos
barbaridades sobre su origen y seguíamos oyéndolos varios kilómetros después.
Seguíamos viviendo en ese nuestro mundo de las barbaridades de la imaginación y
la fantasía que, con el tiempo, se fueron disipando para dar paso a realidades
y experiencias más concretas y palpables.
En otras ocasiones, era el pedaleo de
nuestras maltratadas bicis lo que amortiguaba esos gritos que parecían surgir
del más allá. Entonces, las dunas parecían cobrar vida persiguiéndonos
implacablemente y haciéndose eco de las aterradoras voces convertidas ya en
susurros una vez que entrábamos, felices de seguir vivos, en nuestro alegre y
gratificante Fuem Eluad. Atrás, quedaban las barbaridades de nuestro mundo
mágico con sus escalofriantes dunas movedizas que, cual Gog y Magog, salían del
abismo de la Saguia arrastrándose por su ribera siniestra para acabar sitiando
al estremecedor cafetín.
Sin embargo, hasta el día de hoy y
cincuenta años después, una barbaridad que no era de las nuestras sino que
pertenecía al real y cruel mundo de los mayores, sigue allí con su bárbara
terquedad y su insufrible silencio. Ese silencio estridente de la bala
traicionera que te atraviesa la nuca, seguida de otra que te rompe el cráneo en
pedazos, de otra que te atraviesa el corazón, de otra... y de otra, por si
acaso.
Medio siglo después, España se empecina en
no dar la cara y continúa actualizando su palmarés de traiciones y puñaladas al
pueblo saharaui. Continúa ocultando una barbaridad sangrienta que todo el mundo
conoce. Una barbaridad inolvidable que tiene nombre: Basiri.
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