Por Cristina Martínez Benítez de Lugo.
El 16 de enero se han cumplido los 45 días
de confinamiento a que fue castigado el preso político saharaui Mohamed Tahlil.
Lo tienen en un calabozo de la cárcel de Bouzakarn, en Marruecos, un zulo de
tan reducidas dimensiones que en él ni siquiera se puede dormir estirado.
Tahlil fue represaliado por negarse a vestir
ropa de preso común cuando él es un preso político.
En efecto, Mohamed Tahlil, saharaui,
activista por los derechos humanos en los territorios ocupados del Sáhara
Occidental, fue encarcelado por la policía judicial marroquí el 4 de diciembre
de 2010 y sometido a los dos juicios-farsa de Gdeim Izik, que le valieron 20
años de prisión.
Ya había sido encarcelado por sus ideas
políticas en 2005 y en 2007. En ambos casos fue condenado a tres años de
prisión, pero fue liberado al cabo de año y medio.
Mohamed Tahlil nació en 1981 en Guelta
Zemour, Sáhara Occidental. Es el presidente de la sección de Bojador de la
Asociación Saharaui de Víctimas de Graves Violaciones de los Derechos Humanos
Cometidas por el Estado Marroquí (ASVDH).
En 2017, durante el segundo pseudojuicio de
Gdeim Izik, Tahlil acusó a Marruecos en su declaración de ser un estado
ocupante y dictatorial, de montar un juicio farsa. Dejó claro por qué estaba en
la cárcel, no por Gdeim Izik –donde ni siquiera había puesto los pies– sino por
defender la independencia del Sáhara Occidental como se deducía de los
interrogatorios de la instrucción, en los que no le preguntaron por el
campamento sino por su viaje a Argelia y por los dirigentes del Polisario. Él es
saharaui, no marroquí ni tunecino. Esas afirmaciones no salen gratis. Todos los
presos de ese juicio se encararon con el tribunal con idéntica valentía, y así
lo están pagando: una condena injusta, torturados, sin atención médica, sin
derechos, lejos de su tierra y de sus familias, aislados, sin ningún tipo de
garantía, sin que podamos saber nada de ellos.
No se han dado muchas explicaciones sobre
la situación de Tahlil. Y es que no hay noticias. Nadie le puede ver. Nadie
sabe de él. Se declaró en huelga de hambre cuando le llevaron al zulo. Las
noticias que tenemos de otros castigos similares son espeluznantes: el espacio
de un váter nauseabundo con insectos.
Atormenta imaginar cómo estará.
Incomunicado 45 días en un sitio de esas características es una lenta y
angustiosa condena de muerte. La incomunicación puede implicar también un
desprecio aun mayor de sus carceleros por saber cómo se encuentra: si le han
dado ataques de ansiedad, si está enfermo –dicen que del riñón y del estómago
por las huelgas de hambre anteriores–, si siente frío, humedad, dolor, picores.
Le han olvidado en el infierno y cuando abran la caja arrastrarán a un guiñapo
de persona. Lo mismo que tantos otros compañeros. No le han perdonado ni un
día. Sigue en el calabozo. Habrá padecido íntegro su aislamiento.
16 de enero, un día aciago para la
historia: el Parlamento Europeo transgrede los principios sobre los que se
fundamenta aceptando la inclusión ilegal del Sáhara Occidental ocupado en los
acuerdos de la UE con Marruecos. Así podrán seguir expoliando sus recursos
naturales. Todo vale. Y uno se pregunta quién podrá defender a estos presos.
Si representantes del pueblo votan contra
el derecho y a favor de intereses económicos ilegítimos, ya no son nuestros
representantes, son unos impostores. Y estos impostores hacen lo que sea por
ignorar la injusticia y la crueldad del ocupante. Malos tiempos.
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