Ayer fue un día más para
volver a sentir naúseas por absolutamente todos los gobiernos democráticos que
ha tenido España. Fue uno de esos días en los que uno siente cómo se le
revuelven las tripas con la mera imagen de nuestros políticos en el Congreso de
los Diputados o del rey en sus huecos discursos de Navidad. Ayer, Marruecos
sentenció de manera injusta a 24 saharauis, condenando a ocho de ellos a cadena
perpetua, por el simple hecho de haberse manifestado pacíficamente a finales de
2010 montando el campamento de Gdeim Izik.
Fue un juicio ilegal, repleto
de irregularidades según la totalidad de los observadores internacionales que
acudieron al proceso. Un juicio militar para 24 civiles que se ha demorado más
de dos años, dejando que esos saharauis se pudrieran en una cárcel inmunda
marroquí sin que ni siquiera se hubiera probado su culpabilidad. Ni siquiera
ahora, con su vida arruinada, se ha probado nada, salvo la carta blanca que
tiene Marruecos para violar sistemáticamente el Derecho Internacional.
Ayer, fue uno de esos días en
los que el Gobierno de España y, por supuesto, Juan Carlos I, volvieron a
mancharse las manos de sangre, convirtiéndose en cómplices de una dictadura,
como la de Mohamed VI, de un régimen que tortura, mata y condena injustamente a
presos políticos que son, para mayor deshonra nacional, antiguos ciudadanos de
España. Ante un proceso como el que ayer concluyó en Marruecos, no sólo España,
sino el maldito premio Nobel de la Paz de la Unión Europea deberían protestar
enérgicamente, pero no. El silencio es absoluto y a uno le da por pensar que
ojalá un tribunal así juzgara a Urdangarín, a Bárcenas, a Blanco, a Mato, a
Rato, a Rajoy y al mismísimo Borbón, salpicado de arriba a abajo por la
corrupción.
Si en cualquier país europeo
se desarrollara un juicio como el de Rabat, sería un auténtico escándalo. No
les digo ya si se produjera en Venezuela, Cuba o Ecuador. Entonces, el
ministerio de Exteriores emitiría nota de condena, la que hoy se me presenta
gentuza por su silencio, como Esperanza Aguirre, Rubalcaba, Trinidad Jiménez,
Rajoy… e, insisto, el Borbón lamentarían la falta de libertad en ese país. Pero
con Marruecos no y, de hecho, salvo que la hernia lo impida, del 3 al 5 de
marzo el Borbón viajará al encuentro de Mohamed VI con una delegación de
empresarios españoles para volver a mancharse las manos de sangre, para mirar a
otro lado ante las violaciones de Derechos Humanos, mientras se tiende la mano
para recibir dinero. Eso tiene un nombre.
Anoche, cuando el documental
Hijos de las nubes se llevó el Goya a la Mejor Película Documental, fue un
premio para los saharauis, para toda la gente, que es mucha, que ha he hecho
posible ese documental, desde los productores a todas las personas que han
luchado por esa realidad —la lista es interminable, sin olvidar a la gran
familia del FiSahara— pasando, por supuesto, por los mismos saharauis. Ese
premio Goya y el discurso de Javier Bardem fue una nueva bofetada de realidad
para el Gobierno español, para una cartera como la de García-Margallo que se ha
convertido en una mera oficina comercial sin dignidad ni honestidad alguna.
Ayer, comenzaba este post, fue
un día para sentir asco por nuestro monarca, por nuestro Gobierno y por esta
doble moral que tolera juicios como el concluido en Rabat. Fue un día para
constatar la prostitución política de nuestro país, de toda Europa, de la
Comunidad Internacional en pleno. Fue un día en el que todos los que nos
gobiernan -y han gobernado- y al que puso Franco en la Zarzuela, perdieron toda
legitimidad para llevar las riendas de este país, para exigir cualquier
sacrificio y, sobre todo, para llamarse demócratas. Todos ellos, a mis ojos, no
son más que mercenarios de la peor calaña cuyo destino, quizás, termine en el
mismo callejón sin salida al que conduce su moral esquelética. Y no serán,
precisamente, los españoles de bien quienes acudan a su rescate.