La escuela de Daora (Sáhara Occidental) en 1967. DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE HUESCA |
Un libro evoca la experiencia hasta ahora poco
conocida de aquellos docentes españoles que fueron a dar clase a la antigua
colonia española. Emilio Ruiz y Cayo Hernández llegaron a finales de los años 60
con la enciclopedia Álvarez y salieron transformados de su paso por el desierto
EL MUNDO. OLGA R. SANMARTÍN @olgarsanmartin 22/02/2017
La escuela de Cayo Hernández voló literalmente
por los aires en 1967. Un viento huracanado se levantó en Uad Tennuaca, un
polvoriento paraje del Sáhara Occidental por el que pasa el Trópico de Cáncer,
y este maestro de Soria logró refugiarse en su caravana. Pero el siroco se
llevó por delante la tienda de lona en donde el docente había instalado el aula.
Sus 35 alumnos no pudieron ir a clase durante varios días, hasta que se logró
reparar toda la tela rasgada.
Situaciones como ésta ocurrían con frecuencia
en la colonia española, en donde impartían clase por aquel entonces más de 100
jóvenes maestros procedentes de la metrópoli. A finales de los años 60, la
progresiva sedentarización de los saharauis y el aumento de expatriados por el
despegue de las explotaciones mineras provocaron un incremento en la demanda de
plazas escolares. Los maestros españoles llegaban convocados por el BOE y
atraídos por un sueldo que cuadruplicaba el de un docente normal. Pasar una
estancia en el Sáhara les proporcionaba, además de aventuras, doble puntuación
para el concurso de traslados, y les evitaba destinos menos atractivos que, por
tener poca antigüedad, les correspondían.
El entonces veinteañero Cayo Hernández, con un
salario de 20.000 pesetas al mes, era el profesor de una de las seis escuelas
nómadas que el Gobierno español había repartido por el territorio. A diferencia
de los más apacibles colegios de las zonas urbanas de El Aaiún y Villa
Cisneros, estas infraestructuras itinerantes que educaban a los hijos de los
nómadas mientras las familias se desplazaban en busca de pasto eran los
destinos más difíciles para trabajar. A la escuela nómada de Cayo Hernández se
llegaba en un avión Junkers. Estaba instalada en el desierto, en mitad de la
nada. A cierta distancia se asentaban las jaimas de 25 familias lideradas por
el chej Seila, que ese curso tenía escolarizado en el aula a su hijo Hamudi. El
maestro español no sólo impartió clase al crío, sino que también tuvo que
prestar asistencia sanitaria a la mujer del jefe de la tribu. Porque en el
desierto tocaba hacer de todo, desde repartir sandalias a los alumnos hasta
organizar el comedor, pasando por mediar, como jueces de paz, cuando se
producían conflictos. Con tantas tareas, ¿les daba tiempo a enseñar algo a los
niños?
«Cuando llegué a la escuela nómada, ninguno de
los alumnos sabía español y algunos venían desnudos. El primer día, como nunca
habían visto una silla, se sentaban en el suelo o encima de las mesas del aula
con las piernas cruzadas. A la hora de comer no acertaban a manejar los
cubiertos. Pero eran bastante espabilados y despiertos y pronto aprendieron.
Les enseñé a leer», explica Cayo Hernández, quien, medio siglo después de su
estancia en el Sáhara, vive en Zaragoza como maestro jubilado.
Recuerda que los estudiantes saharauis
contemplaban con los ojos como platos las ilustraciones de El parvulito, el
manual de la Enciclopedia Álvarez. No sabían lo que era una casa con su tejado
a dos aguas, ni un barco de vela, ni mucho menos El Cid Campeador. Gracias a
docentes como Cayo Hernández, los saharauis conocieron más cosas del mundo
occidental. Pero también ocurrió lo contrario: los maestros españoles salieron
transformados de su paso por el desierto. De todo esto habla el libro Tiza y
arena. Un viaje por las escuelas del Sáhara español, que sintetiza la
experiencia hasta ahora poco conocida de aquellos docentes que dieron clase en
la que fuera provincia española entre 1958 y 1976, un año después de la
invasión marroquí que supuso la Marcha Verde.
Su autor, el antropólogo y educador Enrique
Satué, sostiene que estos maestros «ejercieron un importante papel en la
historia del antiguo Sáhara español», entre otras cosas porque de los colegios
menores de El Aaiún y Villa Cisneros (una especie de internados para los
alumnos de Bachillerato) salieron jóvenes que luego se convertirían en
destacados dirigentes del Frente Polisario, que empezaba a luchar por la
independencia de la colonia. Satué habla de Carmelo Moya, el director del
colegio menor de El Aaiún, ya fallecido, que se convirtió en un modelo a seguir
para sus alumnos. «Les hablaba de su responsabilidad como estudiantes para un
Sáhara que iba a ser de ellos, y cuando oían esto algunos se trasponían, se les
caían las lágrimas de la emoción», apunta el libro.
«Carmelo desempeñó un papel providencial para
los saharauis, que pronto vieron en él un auténtico referente. Combinaba el
liderazgo moral y la autoridad con la responsabilidad y el reconocimiento de
los derechos de los alumnos», asegura Satué. En realidad, este docente no hizo
otra cosa que lo que haría cualquier buen maestro: enseñar a sus pupilos a
pensar por sí mismos.
«Se educaba al alumno en la responsabilidad,
pues, de modo rotativo, uno se encargaba de la organización del centro,
auxiliado por dos compañeros [...]. Además, cada interno poseía un carné del
que se restaban puntos según un catálogo de faltas consensuado por todos los
miembros del internado [...]. Por otra parte, se seguía el procedimiento del
modelado, por el que los alumnos mayores servían de modelos, referentes o
tutores a los más pequeños», relata el libro. Algunos de los docentes españoles
pusieron en marcha en el Sáhara métodos pedagógicos que eran poco frecuentes
para la época y que están muy presentes en la escuela actual, medio siglo
después. «Mis maestros Emilio Ruiz y Juan Molina rompieron el esquema de
currículo que teníamos y empezaron a hacer clases participativas. Ponían las
mesas en forma de U y todos opinábamos sobre un tema.
Dejaron de darnos con un palo en la palma de
la mano y comenzamos a entender mejor las cosas. Aquella dinámica trajo a más
niños al colegio», explica el escritor y poeta Bahia Awah, uno de los niños
saharauis que estudió con maestros españoles.
Su profesor Emilio Ruiz está de acuerdo. Medio
siglo después de dar clase a Bahia Awah, recuerda que «había instrucciones para
respetar las costumbres de los saharauis en su totalidad, y así se hizo». «Por
ejemplo, los maestros españoles no enseñábamos Religión católica. Por las
tardes, los alumnos tenían un profesor de árabe y Corán que completaba su
formación», explica este maestro de 77 años de Santander, que estuvo dando
clases en el Sáhara durante cuatro cursos, dos de ellos en el puesto de Auserd,
junto a la frontera con Mauritania.
¿Por qué se fue tan lejos? «Era 1966 y yo
tenía prácticamente terminada la carrera de Magisterio. Había trabajado ya en
pueblos rurales de Cantabria.Sacaron 13 plazas de maestro y pedí una. África
siempre me ha llamado... Yo hice la mili en Ceuta y siempre he sido muy
aventurero», cuenta.
De Bahia Awah guarda el mejor de los
recuerdos: «Era un chico inquieto, muy preocupado por su pueblo y por la
cuestión social. Le impactó mucho Antonio Machado, que yo le descubrí.Siempre
decía que el pueblo saharaui le debía mucho a este poeta». «Era el maestro más
tierno que he conocido», responde, también muy elogioso, Bahia Awah, evocando
cómo «Don Emilio» les daba cada tarde una merienda de pan con membrillo y Cola
Cao. Tampoco puede olvidarse de la acacia que sus maestros ponían en el patio
cada Navidad. La llenaban de luces y de regalos. Camiones, aviones, el
parchís...Emilio Ruiz confiesa que él aprendió «mucho» del Sáhara y que
«siempre» ha intentado aplicar «las virtudes del pueblo saharaui» en cada
escuela por donde ha pasado a lo largo de sus 42 años como profesor. Destaca,
por encima de todas las cosas, «el respeto a los mayores» que observó en sus
alumnos y en sus familias; «su impresionante hospitalidad», y el «elevado
valor» que le daban a la figura del docente.Bien lo sabe la escritora y
cineasta canaria María Jesús Alvarado, que vivió en el Sáhara español desde que
era un bebé hasta los 15 años. Tanto su padre como su madre eran maestros y, en
1960, ambos pidieron una plaza en Villa Cisneros con la idea de probar dos
años, ahorrar un poco de dinero y regresar a Las Palmas. Pero estaban tan a
gusto que se quedaron hasta 1975, cuando la Marcha Verde.
«Mis padres solían decir que aquí nos vendían
la moto con innovaciones educativas que ya se hacían en el Sáhara. La escuela
era un espacio de convivencia donde se respetaba al otro sin imponerse a él»,
señala. Cuando piensa en aquellos días de su infancia, María Jesús Alvarado se
recuerda desayunando gofio con leche en polvo Lita mientras de fondo sonaba
Radio Ecca. «Jugábamos fuera. Trepábamos por las dunas, buscábamos fósiles y
conchas por la playa y atábamos lagartos con un cordón. Hasta los 12 años nunca
vi la tele; leía todo lo que caía en mis manos. No recuerdo muñecas, no la
necesitaba».
Cayo Hernández (izqda.) hace un alto en el camino de la escuela nómada, en 1967. D. DE HUESCA |
Emilio Ruiz, con sus alumnos, en Auserd, en 1966. D. DE HUESCA |
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