Ha venido a mi recuerdo los primeros momentos de la invasión marroquí cuando los jóvenes de mi generación abandonamos todo lo que poseíamos para integrarnos en la lucha contra los invasores que venían del norte. Jamás se nos ocurrió pensar que nos íbamos para lograr alguna compensación por nuestro posible sacrificio. Lo más preciado que teníamos era la vida y no nos importaba ofrecerla para que el pueblo saharaui pudiese volver a su tierra.
Éramos la generación de jóvenes que había convivido con el colonialismo y lo conocía desde dentro. Algunos tuvimos la suerte de estudiar en las escuelas e institutos con los jóvenes españoles. Eso nos dio la oportunidad de saber como pensaban y, sobre todo, de ver la prepotencia que demostraban ante los saharauis. No quisiera que se malinterpretaran mis palabras, estoy hablando de hechos que ocurrieron en un momento histórico que nos tocó vivir a españoles, canarios y saharauis, donde cada uno debía ocupar su lugar. Separo a los españoles de los canarios porque en la colonia la diferencia era notable. Era una sociedad clasista donde la cúspide de la pirámide la ocupaban los militares (oficiales) venidos de España y la base la población saharaui, quedando los canarios como población intermedia. Tenían más derechos que los saharauis, pero menos que los peninsulares. Los dueños del territorio ocupaban el último escalafón social.
Tal cúmulo de injusticias, quizá, fue lo que empujó al pueblo saharaui a rebelarse contra el colonizador. Los acontecimientos del 17 de junio de 1970 aceleraron un proceso que, por su naturaleza, tenía que acabar. El colonialismo español agonizaba en el Sahara y las contradicciones entre colonizador y colonizado llegaron a un limite en el que el choque era inevitable.
A veces no se entiende que los pueblos luchen por su libertad y que se rebelen contra toda clase de injusticia. El que no lo ha vivido, no lo puede comprender. El opresor intenta, por todos los medios, criminalizar las acciones del oprimido. Es entonces cuando la “karama” de los pueblos y las personas sobresalen para demostrar que el límite de opresión ha llegado a su fin.
Cuando los saharauis huíamos de nuestras ciudades, hacia el desierto, perseguidos y bombardeados por el ejército marroquí, donde lo más normal era la cercanía de la muerte, las enfermedades, el hambre, la sed y el frío, lo único que nos mantenía de pie, era la lucha por nuestra “karama”.
Ya en los primeros momentos de la invasión, Lualy Mustafa nos enseñó que la lucha iba a ser larga y los sacrificios inmensos. Prueba de ello, es que no dudó ni un momento en ponerse al frente de un grupo de jóvenes, para atacar la capital mauritana, y dejar claro que no se podía pisotear la “karama” del pueblo saharaui. Ofreció su vida, pero su mensaje impregnó a todo el pueblo saharaui. No solo él, sino muchos de los mejores hijos del Sahara quedaron en el camino para mostrar que la meta solo se conseguiría con grandes sacrificios.
Los últimos acontecimientos nos demuestran que el ansia de libertad de los saharauis no decrece, todo lo contrario. No solo la resistencia de los que están en los campamentos de refugiados en Tinduf, sino también la lucha diaria de los defensores de los derechos humanos en los territorios ocupados nos dice que Marruecos tiene un gran problema. Lo tendrá mientras no se atenga a respetar la legalidad internacional y respetar el derecho de los saharauis a ser libre en su país. El ejemplo de Aminettu es solo una prueba más, que demuestra que para los saharauis la “karama” está por encima de cualquier satisfacción terrenal. Con rotundidad, puedo afirmar que hay muchos saharauis que físicamente están prisioneros, pero espiritualmente todos se sienten libres.
Esta pequeña reflexión la he hecho pensando en los siete saharauis detenidos en la cárcel de Salé-Rabat.
El pueblo saharaui reivindica por derecho y justicia, pero sobre todo por “karama”.
Espero que hayan entendido que “karama”, significa dignidad.
Febrero 2010
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