Las minas terrestres causan más de 20
víctimas al año en los alrededores del conocido como ‘muro de la vergüenza’,
que separa el Sáhara Occidental ocupado por Marruecos del liberado por el
Frente Polisario
“Después
de la explosión solo recuerdo mucha sangre y estar sin ropa, un fuerte pitido y
empezaron los gritos”. Unos diminutos restos de metralla esparcidos por todo su
cuerpo le recuerdan a Mannu el día en el que aprendió lo que era la muerte. Han
pasado 18 años desde entonces, pero aún rememora con precisión milimétrica esa
calurosa tarde de Ramadán en la que la arena se tiñó de sangre y dos de sus
mejores amigos perdieron la vida. Ocurrió en Tifariti, capital de los
territorios liberados del Sáhara Occidental, frente a los ojos de una niña que
aún no alcanzaba a comprender lo que había pasado.
Fue su primer encuentro con una de las
entre 7 y 10 millones de minas que, según Naciones Unidas, rodean un imponente
muro de 2.720 kilómetros. Una barrera, construida entre 1980 y 1987 y
custodiada por más de 100.000 soldados, que separa el Sáhara Occidental ocupado
por Marruecos de los territorios liberados por el Frente Polisario. Divide
también la tierra fértil del desierto y, en ocasiones como esta, la vida de la
muerte.
“Pensábamos
que la explosión de una mina era algo divertido, como ver fuegos artificiales.
Por eso, cuando nos encontramos una, sin ser muy conscientes de lo que era, nos
pusimos a tirarle piedras. No sabíamos que podía matarnos”, rememora Mannu con
lágrimas en los ojos.
Las minas son un enemigo silencioso; se
ocultan bajo la arena y solo dan la cara cuando es demasiado tarde. Sin
embargo, a causa de los movimientos de tierra y las inclemencias del tiempo, a
veces salen a la luz y se muestran como pequeñas e inocentes piedras. En ambos
casos llevan en su interior la destrucción y el dolor.
Ella salvó la vida porque se quedó a una
distancia prudente, pero no todo el grupo de niños corrió la misma suerte.
“Bayh, que arrojó la piedra que hizo explotar la mina, murió al instante. Solo
teníamos nueve años. Todos estábamos cubiertos de sangre”, cuenta Mannu con un
hilillo de voz. Lhag, otro de sus amigos, sobrevivió unas pocas horas, pero su
cuerpo no resistió las heridas y falleció de camino al hospital. Los otros
cuatro chiquillos salieron con algunos rasguños y heridas menores, aunque las
secuelas psicológicas difícilmente les abandonarán.
El 80% de las víctimas de minas en el mundo
son civiles y los menores como Mannu son especialmente vulnerables: “Su pequeño
tamaño, su diseño y, a menudo, su colorido las hacen muy atractivas para los
niños, quienes las cogen creyendo que son juguetes”, advierte la agencia de la
ONU para la Acción contra las Minas (UNMAS).
Hogar mortal
La historia de Mannu no es un caso aislado
en los territorios liberados del Sáhara Occidental, donde viven
fundamentalmente pastores beduinos que se dedican al único sustento posible en
esta región desértica: el cuidado de cabras y camellos. La supervivencia de los
animales garantiza la suya, por lo que no dudan en meterse en lugares
potencialmente minados si así garantizan el pasto.
“No tienen otra opción. Casi todos saben
que una mina es peligrosa, pero tienen que ir a las zonas cercanas al muro a
buscar comida para sus rebaños. Están obligados. Buena parte de los accidentes
ocurren cuando los animales se acercan demasiado y los pastores no dudan en
perseguirles”, relata Samu Amidé, director de la Oficina Saharaui de Acción
Contra las Minas (SMACO). Un camello muerto supone un desastre para ellos y
puede marcar la frontera de la supervivencia familiar en ese territorio hostil.
Más de 2.500 personas, según datos del
Informe Monitor de Minas Terrestres, han resultado heridas, mutiladas o
asesinadas por minas de fabricación italiana, portuguesa, china y soviética
esparcidas por el territorio saharaui desde 1975.
Marruecos gasta un 3% de su PIB en el
mantenimiento de un muro rodeado de cerca de 10 millones de minas terrestres
Aún hoy, pasar por la zona es desafiar a la
muerte, aunque ese desierto pedregoso, muy próximo al muro, es el hogar de
entre 30.000 y 40.000 personas que exponen sus vidas a diario sin tener muchas
más alternativas.
“Cada año se siguen produciendo entre 20 y
30 nuevas víctimas pero esa gente no se va a ir a ningún sitio. Aunque
quisieran, no tendrían donde ir”, explica Aziz Haidar, presidente de la
Asociación Saharaui de Víctimas de Minas (ASAVIM).
La organización intenta completar un censo
de damnificados, sin mucho éxito por la falta de medios y fuentes fiables. De
momento cuentan con 1.600 nombres y apellidos a los que tratan de dar
asistencia, pero no llegan a abarcar ni a una cuarta parte de los afectados.
“Yo nunca he recibido ayuda. Primero se la
solicité a una ONG noruega y después a ASAVIM, pero desde hace dos años no dan
nada por falta de dinero”, cuenta Mohamed, un antiguo combatiente que perdió
una pierna en la explosión de una mina en 1992, mientras analizaba el terreno
de una de las zonas más contaminadas de los territorios liberados.
Una minoría accede a programas de
reinserción socio-laboral a través de la creación de cooperativas de entre tres
y seis personas, que reciben entre 2.000 y 5.000 euros para montar un negocio
con el que puedan reintegrarse en la sociedad saharaui.
La asistencia, financiada por el Frente
Polisario a través de ASAVIM, no es suficiente para dar cobertura ni siquiera
al 20% de las víctimas y, en muchas ocasiones, no es más que un parche. “Nos
dieron unos 2.000 euros para poner en marcha una tienda de alimentos, pero en
dos años no hemos tenido ninguna ganancia”, cuenta Ahmed, un militar que pisó
una mina en 1987, aún en tiempo de guerra.
Generaciones minadas
La frecuencia con la que los artefactos
explotan contrasta con el ritmo de las labores de desminado, a trompicones por
la falta de coordinación, logística y presupuesto. Además, las lluvias tampoco
facilitan las cosas.
Para limpiar una zona son necesarios
trabajos previos tales como realizar encuestas a la población, cartografiar los
terrenos, elaborar mapas con las zonas de riesgo, identificar el tipo de
explosivo y señalizar convenientemente las zonas peligrosas hasta que se lleve
a cabo la detonación.
Sin embargo, con cada torrente de agua gran
parte de esa labor se echa a perder: “Las lluvias mueven lo que hemos
identificado anteriormente. Las zonas quedan mal señalizadas y, por supuesto,
no se puede proceder a la destrucción”, explica Ahmed Bady, saharaui que
trabajó con la organización británica Action on Armed Violence (AOAV).
A un lado del muro, en el territorio
controlado por el Frente Polisario, la limpieza corre a cargo de los fondos
multilaterales de la UNMAS, gracias a la adhesión del Polisario al Llamamiento
de Ginebra, lo que ha permitido la destrucción de más de 10.000 artefactos que
estaban en manos saharauis, la apertura de un centro de rehabilitación física y
campañas de educación sobre los riesgos que suponen las minas.
Pero al otro lado del muro, en la zona
ocupada, es el propio ejército marroquí quien se encarga del desminado. El
reino alauí no ha firmado el tratado de prohibición de minas conocido como la
Convención de Ottawa ―según la cual los estados se comprometen a prestar
asistencia al desminado, a las víctimas y a la destrucción de los arsenales―,
lo que imposibilita cualquier plan internacional para la retirada de las minas
en la zona.
Tras más de dos décadas desde el fin de la
guerra abierta entre Marruecos y el Frente Polisario, la tierra sigue
escupiendo víctimas y los saharauis apuntan a una causa sin dudarlo: el interés
marroquí por mantener el status quo a través de ese “muro de la vergüenza”.
El país alauí gasta aproximadamente un 3%
de su Producto Interior Bruto (más de 3.000 millones de dólares anuales) en el
mantenimiento de esa barrera de arena, piedra, alambre, militares y campos de
minas. Custodia así un jugoso botín: importantes yacimientos de fosfatos
―Marruecos es el primer exportador mundial de estos minerales escasos e
imprescindibles para la actividad agrícola― y una salida al Atlántico muy rica
en pesca y fuente de ingresos para el país gracias a los acuerdos con la Unión
Europea.
El Sahara Occidental es uno de los
territorios más minados del mundo
Mientras, miles de saharauis dependen de la
ayuda internacional para sobrevivir, a la espera del referéndum de
autodeterminación acordado en 1991. Pero, ante un contencioso que amenaza con
eternizarse y la inoperancia de la MINURSO (Misión Internacional de Naciones
Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental), la vuelta a las armas cada
vez es una alternativa más atractiva para los saharauis que llevan viviendo 40
años de olvido y exilio en los campamentos de refugiados de Tinduf.
A diferencia de muchos, Mannu cree que su
pueblo no debería retomar la guerra porque “muere mucha gente inocente como en
Siria o Irak”, aunque entiende la creciente ansiedad y frustración de sus
compatriotas porque “ni la MINURSO, ni España [antigua potencia colonizadora]
ni ningún otro país va a exigir que Marruecos cumpla con sus compromisos y con
el derecho internacional”.
Ha pasado mucho tiempo, pero la mina vuelve
a explotar en su cabeza una y otra vez, de la misma manera que estalló el
pasado 29 de agosto el último artefacto mortal que acabó con la vida de un
pastor que cuidaba su rebaño a escasos 200 metros del muro. Ha sido la 26ª
víctima de un 2015 que ya acumula nueve fallecidos y 17 heridos.
“Las minas siguen sumando muertos,
mutilados y heridos cuyo único delito fue pasar por el lugar equivocado. No ha
cambiado absolutamente nada en 20 años”, exclama Mannu con rabia e indignación.
Asentada en España, acaba de tener a su
primer hijo, Auzman como su abuelo, que crecerá libre de esa amenaza. Sin
embargo, asegura que lo cambiaría todo por una única cosa en el mundo: “Que mi
niño pueda crecer y jugar en un Sahara libre y en un Tifariti libre de minas.
No necesito nada más”.
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