Foto: Cadena SER |
El lunes 19 un equipo de la Asociación de
Amistad con el Pueblo Saharaui de Sevilla se encontraba en Dajla, uno de los
campamentos de refugiados saharauis en el desierto argelino, en Tinduf. Bajo un
aguacero que no paraba desde hacía días y en situación de alerta, intentábamos
realizar nuestro trabajo con un colectivo de mujeres que sufren anemia y
desnutrición, un proyecto que apoya la Agencia Andaluza de Cooperación
Internacional para el desarrollo. Había llegado también la comisión sanitaria
de Granada. Dormíamos en Protocolo, el centro donde se alojan las personas
extranjeras. Las que convivíamos allí acabamos esa noche apiñadas en el centro
de una habitación, rodeadas de caños de agua y sufriendo por lo que pudiera
estar pasando en el exterior.
La lluvia no dio tregua y la mañana
confirmó nuestros temores. Dajla estaba arrasada y el 80% de las casas
afectadas. La de Jnaza, la coordinara sanitaria del proyecto, fue una de las
primeras en derrumbarse. Pero los mayores decían: “Todo se va a caer, todo”. Caminando
entre las jaimas, se escuchaban los golpes secos del colapso de tejados y
muros. Caían bruscamente, mientras junto a ellos las familias desmontaban sus
casas para subir a la parte alta de la wilaya a resguardarse. El temor era que
el río cercano a Dajla, hasta entonces un cauce seco, pudiera desbordarse e
inundar todo el campamento como en los setenta. El hospital estaba inaccesible,
más tarde montarían uno de campaña, y el generador que da electricidad a la
wilaya no funcionaba. No había luz desde hace dos días y ya casi no nos
quedaban baterías en los equipos para documentar lo que estaba pasando. En los
campamentos saharauis cortan preventivamente la luz, ya sea de la red o del
generador, cuando empieza a llover y a formarse charcos. El cableado va por el
suelo, empalmado en la mayoría de los tramos por el desgaste del implacable
clima y el paso de los coches. Con el agua se producen cortocircuitos,
descargas eléctricas y accidentes; y hay que suspender el suministro para
evitarlos. Las necesidades vitales están cubiertas al mínimo, por eso es
difícil responder ante una crisis como esta.
En los campamentos las lluvias torrenciales
son cíclicas y cuando llegan a este desierto invivible, donde el calor supera
en verano los 50 grados, despiertan sus ríos dormidos cuyos cauces normalmente
secos están poblados de jaimas. La gente asustada recuerda estos días las
grandes inundaciones del 82, del 94 y de 2006… y esa lluvia de tres días, como
la llaman, que por ejemplo el año pasado destrozó colegios y jaimas en El
Aaiún. Las inundaciones de ahora están siendo peores y todavía no se sabe
cuándo parará la lluvia. Aunque se siguen valorando los daños, ya hay una
primera conclusión: en muchos lugares habrá que recomenzar de cero.
Había empezado a llover con fuerza y de
forma constante el viernes 16 de octubre. Ese fin de semana el agua castigó
especialmente a Auserd, arrasando casas de adobes, jaimas y los casi vacíos
almacenes de alimentos. También El Aaiún estaba en alerta. Sidahme, el
conductor que nos apoya en el trabajo diario, nos había llamado desde la jaima
de su madre. Su padre murió hace poco y tiene hermanos pequeños. “No quiero
dejarlos solos. Están avisando del peligro”. Los micrófonos de las dairas
alertan de que amenaza de nuevo la tormenta, por lo que piden a las familias
que no se separen, que protejan sus enseres, básicamente sus mantas, y que las
personas que no sean necesarias en las casas acudan al ayuntamiento para ayudar
en otras emergencias. La vida cotidiana se había paralizado.
Después del siniestro de Dajla, del
miércoles al jueves les tocó el turno a Smara y Bojador. En la wilaya más
grande de los campamentos, Smara, gran parte de las dairas de Farsia, Echderia
y Hausa, cercadas por el agua, se estaba desmoronando y la gente corrió con lo
que pudo a protegerse a las montañas. Los tejados de zinc, como derretidos,
salpicaban de gris el paisaje desolador de Bojador tras la riada. Allí, esa
noche, se había abierto un paso en el dique que rodea las jaimas y el río
salvaje había atravesado en unos minutos la wilaya, arrasando todo lo que
encontró a su paso. El nuevo y colorido mercado creado por los jóvenes a la
entrada de la antigua
Escuela de Mujeres 27 de Febrero parecía un
decorado cinematográfico. Apenas resistían algunas paredes y, ante el peligro
de nuevos derrumbes, los muchachos gritaban para alejar a los niños que
intentaban colarse entre las grietas. Dos calles más allá, otro grupo de
chavales rebuscaba entre los restos de una tienda intentando rescatar del barro
y el agua unos botes de zumo. Las familias, las que podían, colocaban plásticos
en las fachadas de sus habitaciones; intentando proteger los muros que todavía
aguantaban. Si los bloques no se siguen mojando, quizás puedan salvarse. Aunque
cuando el sol salga también hará estragos en estos castillos de arena,
levantados con adobe pobre y sin cimentación.
La situación es de emergencia. En las zonas
más afectadas la gente necesita lo más básico, empezando por pan, agua para
beber y un techo que les proteja. Hay que arreglar de forma urgente las
infraestructuras destruidas, especialmente las carreteras, cuyo deficiente
estado va a complicar de forma importante las distribuciones. Después harán
falta otras ayudas para dar una mínima cobertura a las familias refugiadas. “Es
terrible”, dicen voces saharauis y extranjeras en todos los rincones de los
campamentos. Sí, es catastrófico, es una catástrofe humanitaria; pero sobre
todo, es una catástrofe humana. Las lluvias constantes han arrasado las wilayas
por la precariedad de la vida en el refugio, pero las familias no han llegado
hasta este inhóspito desierto arrastradas por las lluvias. Están aquí porque su
tierra está ocupada militarmente y porque la comunidad internacional es incapaz
de cumplir sus propias leyes, sus propios acuerdos. Vivimos en un mundo
salvaje, donde se impone la ley del más fuerte. Desde la montaña de Dajla,
desde su jaima mojada y desagarrada, con la voz rota por la humedad y el frío,
protegida solamente por el calor de su familia, sus hijos, hija, sobrinos, sobrinas,
hermanas… que se arremolinan para compartir el único techo que conservan, Jnaza
me dice “ten cuidado”. Ella se preocupa por mí y yo sólo puedo responder:
¿Dónde hemos escondido nuestra dignidad?
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