miércoles, 24 de abril de 2019

Presentación de “Toda la muerte para dormir” de Jorge Molinero en el Ministerio de Cultura de la República Saharaui, RASD

Por Jorge Molinero
El día 21 de abril de 2019 amaneció tranquilo en la hamada. La tormenta de arena que nos azotó durante los últimos días se desvaneció con el misterio de una noche de luna llena. Tras la puerta principal del “Protocolo” me esperaba Salek Larosi, un bravo guerrillero polisario con quien compartí innumerables aventuras durante los trabajos de prospección geológica y perforación de pozos hace ya más de una década. Sentí en mi espalda la calurosa intensidad de los abrazos sinceros de un amigo eterno.
– ¿Dónde vamos? – me preguntó sonriendo.
– Al Ministerio de Cultura –  respondí.
Escuché el rugido del motor del todoterreno al tiempo que su exclamación:
– ¡Djala!
*
Han pasado más de 7 años desde aquella noche en Santiago de Chile. Fue la noche en la que decidí escribir sobre la vida del gran héroe de la Revolución Saharaui. En mi cabeza se amontonaban decenas -tal vez centenares- de historias que mis amigos saharauis me habían regalado durante los más de 4 años que duró el proyecto AQUA SAHARA, con cuya financiación prospectamos el terreno de los campamentos de refugiados y de los Territorios Liberados para, posteriormente, perforar diversos pozos profundos en busca del agua subterránea que se esconde bajo el desierto. Eran historias de guerra, de penurias, de sufrimiento y tristeza por familiares y amigos caídos en combate; pero también de acciones heroicas, de victorias emblemáticas y de esperanza en la justicia y la libertad para un pueblo milenario.
Año y medio después me encontré con el texto en mis manos. Lo leí varias veces, pero no me satisfizo. Se trataba, sin duda, de una obra fallida. Sentí algo parecido a una ligera depresión y decidí olvidarme del proyecto. Me convencí de que era muy difícil escribir sobre una guerra que no había vivido y sobre un héroe del que apenas quedó registro alguno por escrito, más allá de un discurso y un par de cartas manuscritas.
*
Salek aparcó su todoterreno y me acompaño hasta la entrada. El Ministerio de Cultura de la RASD es un complejo de edificios anexos que conforman un patio interior en forma de L. Las paredes están adornadas por hermosos murales, y su interior es elegante y armonioso, ofreciendo al recién llegado un impactante contraste con el caos y el desorden de los montones de chatarra y escombros que dominan el paisaje urbano de Rabuni, capital administrativa del Estado Saharaui en el exilio.  
Dos hombres salieron a mi encuentro. Me estaban esperando. Uno de ellos lucía un turbante negro y vestía a la moda occidental: pantalón vaquero, camisa de franela a cuadros y una cazadora sport oscura. Me tendió la mano exhibiendo una generosa sonrisa.
– Salam aleikum. Me llamo Lahsen Selki
Después supe que era traductor del ministerio.
– Aleikum salam – correspondí.
– Te presento a Mohamed Ali -me dijo mientras señalaba a su acompañante.
Era un hombre canoso de mediana estatura que tenía una piel morena y radiante. Vestía un inmaculado darráa blanco ribeteado por tiras marrones en las mangas y en la pechera. Un turbante negro desenrollado reposaba sobre su cuello a modo de foulard. El hombre componía una estampa tan majestuosa como intimidatoria. Me saludó con actitud distante.
– Mohamed Ali es el director del departamento de Recuperación de la Memoria Oral – dijo Lahsen-. No habla español, pero yo haré de traductor.
Entramos en el despacho del director y tomamos asiento alrededor de su escritorio. A los pocos minutos comprobé que se trataba de un hombre erudito y gran conocedor de la cultura tradicional saharaui. Y un prolífico escritor.  
*
Me gusta correr. Me relaja. Es el único momento del día en el que puedo dedicarme a poner orden en mis pensamientos.
Una mañana de junio 2014, mientras avanzaba concentrado en mi respiración contemplando el despertar del sol sobre el Mar Mediterráneo, tuve la idea. Fue a la altura del Puerto Olímpico. Se me ocurrió escribir la historia del mártir El Uali en formato de ficción histórica. Más aún: en primera persona. Imaginé que podría suplantar su identidad, fabular su personalidad y experimentar sus sensaciones, sus miedos, sus inseguridades. Pero también saborear su carisma, su fuerza y su enorme determinación. Aquel mismo día, por la noche, comencé de nuevo.
*
El salón de actos del ministerio se fue llenando poco a poco. Me presentaron a la ministra de cultura, la señora Jadiya Hamdi, conocida escritora e intelectual saharaui y viuda del presidente Mohamed Abdelaziz, a quien Al-lah acoja en su gloria. También estaba Jira Bulahi, delegada del Frente Polisario en España, que tuvo la amabilidad de venir para acompañarme y dedicar unas palabras elogiosas a la novela. Quedé atónito al ver aparecer a Suelma Beiruk, actual vicepresidenta del Parlamento Africano en Johannesburgo, cuya frenética actividad política sigo regularmente a través de los medios de comunicación y las redes sociales. No podía creer estar estrechando su mano mientras se interesaba por mí y por mi novela. Y así, uno tras otro, fue apareciendo todo un repertorio de lo más granado de la intelectualidad saharaui. “Te presento al director de Cinematografía, y al de Teatro, y al de la Unión de Escritores y Periodistas, y al Secretario General del ministerio…”. Fueron tantos, que no podría terminar esta crónica si me empeñara en nombrarlos a todos.
En la mesa me acompañaron el señor Mohamed Ali, de quien ya hablé, y el señor Mahmud Jatri Hamdi, director de la Biblioteca Nacional. Y a sabiendas de que es un tópico mil veces escrito, lo volveré a utilizar: me siento incapaz de describir con palabras las sensaciones que experimenté durante el evento. Sólo se me ocurre remarcar que pensé en que escribir la novela mereció la pena, aunque sólo fuera por esas dos horas.
Tras las intervenciones y el debate llegó el momento de la clausura. Todo lo bueno se acaba -me dije-. Sin embargo, aún quedaba una sorpresa. El secretario general de la Unión de Escritores y Periodistas Saharauis me hizo entrega de un diploma en el que me nombraban “miembro de honor”. Un reconocimiento que luciré con orgullo el resto de mi vida.


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