GARA. Itziar Fernandez Mendizabal
2010 agosto 21
Vengo colaborando con la causa del pueblo saharaui desde principios de los 90. Sin embargo, hasta junio de este año, en que acudí a El Aaiún como observadora de derechos humanos, no conocía en toda su dimensión la cruda realidad que vive este pueblo en su propio territorio: el Sahara Occidental, ocupado por el Reino de Marruecos desde 1975. España abandonó su colonia o, como dice la gente aquí, la vendió, aun sabiendo que condenaba a todo un pueblo a la barbarie de un régimen dictatorial que ambicionaba anexionar este rico territorio, lo que llevó a cabo a sangre y fuego ante la pasividad, es decir, la complicidad, de lo que llamamos la comunidad internacional.
Complicidad que sigue imperando hoy, por muchas resoluciones y declaraciones de la ONU o la «preocupación» que, de vez en cuando, manifiestan los estados llamados democráticos ante hechos que les estallan en las manos, como fue el caso de Aminetu Haidar. Ante el valor, la dignidad y la perseverancia que demostró esta mujer, no fue posible ocultarla y hacer lo que se viene haciendo día a día con el sufrimiento de su pueblo: mirar para otro lado y seguir dando carta de credibilidad, e incluso reconocer como democrático, al régimen comandado por el rey Mohamed VI, que está dejando chiquito al tirano Hassan II, su padre, en lo que a violación de los derechos humanos de las y los saharauis se refiere.
No hay que ir lejos para saber qué se esconde tras esta complicidad con el régimen marroquí: intereses económicos puros y duros. El Sahara Occidental es un territorio inmensamente rico, lo que, paradójicamente, es una desgracia para su pueblo. Éste no sólo no puede beneficiarse de su riqueza, sino que se encuentra impotente para detener el expolio de sus recursos naturales por parte de multinacionales europeas y el Gobierno marroquí, que está utilizando todos los medios a su alcance para consolidar la ocupación mediante la atracción de empresas extranjeras al Sahara Occidental. Un expolio que viola el Derecho internacional, como refrendan numerosas resoluciones de la ONU.
Pero la avaricia no se corta ante el Derecho, por muy internacional que sea. Dos ejemplos. La explotación de la mina de fosfatos de Bou Cra, que contribuye sustancialmente a la renta nacional de Marruecos, proporcionando enormes ingresos a este Estado. La pesca en las aguas territoriales del Sahara Occidental -el mayor banco de pesca del Atlántico- que no sólo beneficia a Marruecos, a quien la Unión Europea entrega cada año millones de euros para que sus barcos pesquen en aguas saharauis, sino también directamente al Estado español -que tiene 100 de las 119 licencias que se otorgaron a la UE y la autorización para la captura de hasta 400 toneladas por año de especies pelágicas-, con lo que son claros los intereses de la industria pesquera y conservera de ese Estado por mantener los acuerdos comerciales que le permiten disponer de toneladas de pulpos, sardinas y caballas para su conserva y distribución. Negociar con compañías y la autoridad marroquí en los territorios ocupados es legitimar la ocupación y dar empleo a los colonos marroquíes -el desempleo es una plaga entre la población saharahui-, además de enormes beneficios al régimen marroquí.
No es nuevo, los intereses económicos son ciegos al respeto por los derechos humanos. Mientras hay quienes hacen negocio con su país, miles de personas agonizan entre el exilio en los campamentos de Tindouf y la represión más brutal en el Sahara Occidental ocupado ilegalmente por Marruecos hace 35 años, sin que se dé salida al conflicto político, que pasa porque el pueblo saharaui ejerza su derecho de autodeterminación y sea soberano en su territorio. Al contrario, la represión marroquí sobre la práctica totalidad de la población saharaui, que lucha de modo pacífico contra la ocupación y reivindica la independencia, se traduce en las peores violaciones de sus derechos humanos que se puedan imaginar. El acoso policial, las detenciones arbitrarias, violaciones y torturas, la «desaparición» de cientos de saharauis... son los métodos permanentes con que se pretende doblegar su legítimo derecho de soberanía, algo que no va a conseguir el régimen alauita, porque el nivel de resistencia de las y los saharauis, que están dispuestos a dejar su última gota de sangre en el empeño para lograr su soberanía, es estremecedor. Cada día escucho testimonios que me ponen los pelos como escarpias y el corazón encogido y emocionado. Hay miles de Aminetus y Mandelas saharauis en su territorio ocupado.
Describir la situación en que vive la población saharaui en el Sahara Occidental, una inmensa cárcel con el muro de la verguenza dividiéndoles, da para el libro de los horrores. Nadie podrá culpar a este pueblo que clama por volver a las armas, como única solución, ante la inoperancia de la ONU y la complicidad de los estados con el régimen marroquí, después de 35 años, para lograr la independencia que el propio Derecho internacional le reconoce. Tienen el derecho y la legitimidad para ello, aunque esta opción, si no se interviene antes -como manifiestan, «el tiempo de las palabras se acaba»-, pueda suponer su exterminio.
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