RELATO DE LA VISITA A LOS TERRITORIOS OCUPADOS DEL SÁHARA OCCIDENTAL Y ACOMPAÑAMIENTO EN LA RECEPCIÓN A LOS PRESOS LIBERADOS DEL “GRUPO DE LOS SIETE”.
Por Salka Embarek
Abril de 2011
Resulta difícil encontrar el vocablo preciso, el lenguaje adecuado, para describir en este informe, que intento acercar a lo humano, el profundo dolor que emana, que se respira en las calles de las ciudades ocupadas del Sáhara Occidental y que, a pesar de que está en mi corazón desde el día que tuve que abandonar el país donde nací, brota a la superficie cada vez que vuelvo.
Policías marroquíes de uniforme y de paisano, gendarmes, militares, se reparten por las ciudades como espesos afluentes que venidos de todas partes, convergen en sus barrios y calles.
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Desde mi llegada al aeropuerto de El Aaiun una apremiante sensación de ahogo me asedió. Pocos serían los momentos en que me sentiría liberada de esa presión, como en las amenas charlas en casa de Hmad, de Djimi ElGalia o de Aminatou Haidar, los largos kilómetros que separan El Aaiun de Smara después de pasar los coactivos controles, o en la visita a la familia...
Los efectivos policiales se mueven sin discreción a pesar de que muchos visten de paisano, aparecen por la espalda o esperan frente a la puerta de las viviendas de los activistas y defensores de Derechos Humanos saharauis. Individuos que observan cada paso que das, en grupos de dos o tres, que de pronto se juntan, ya sea a la salida de una vivienda o al llegar a una cafetería. Cuando Brahim Dahane me invitó a desayunar fuera de su casa, no habíamos hecho más que sentarnos y la mesa de al lado fue ocupada por un tipo bajito, delgado y con bigote que se comunicaba a través de una emisora en un tono de voz casi imperceptible mientras con la otra mano manejaba un teléfono de última generación. Un limpiador de zapatos se le acercó para ofrecerle su servicio sabiendo que no era necesario, pues los mostraba lustrosos como sus gafas de sol. En la mesa de enfrente se posicionó otro y luego dos más en otra mesa... Brahim y yo no hablamos de nada, tomamos café y nos marchamos.
Aparecen en reducidos grupos aquí y allá... otras, son cuadrillas de uniformados en controles fijos cada cincuenta o sesenta metros, en calles céntricas, frente a las viviendas de los ciudadanos, no sólo rodean la ciudad, es que están dentro, en todas partes, y siempre, uno en cada puerta, todo el día apoyado en la pared de enfrente, avisando a otro que saca fotografías desde alguna ventana. La ciudad está totalmente tomada por los cuerpos policiales y por las banderas marroquíes. No se puede hablar, no se puede mirar, no se puede respirar.
Hmad me contó que hace años en el desierto habían hienas. Si uno se bajaba del coche a mitad de la noche por la carretera, ya fuera para estirar las piernas o hacer un té, era probable que aparecieran casi sin ser vistas. Ahora ya no hay, por lo menos no por estos alrededores. A diferencia de las hienas, los cuerpos de represión marroquíes son visibles y se multiplican como champiñones de cuadra. Mire a donde mire, lo único que veo son efectivos policiales, miembros del Grupo de Intervención Rápida (GUS) en sus vehículos negros y extraños, como tanques de otro planeta, policías de paisano, “secretas”, espías y chivatos, militares... Ése es el tupido paisaje de El Aaiun y de todas las ciudades del Sáhara ocupado.
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Varias horas después de abandonar el aeropuerto, en el que fui separada del resto de los pasajeros que hacían cola y en el que fui interrogada, me encontraba rumbo a la ciudad de Smara junto a un grupo de reconocidos y veteranos defensores saharauis de Derechos Humanos, activistas de renombre como son Hmad Hammad, Mohamed Dadach y el joven saharaui con pasaporte español cuyo padre era gran amigo del mío y del que no recuerdo ahora su nombre. Nos dirigíamos a la recepción en Smara del ex-preso político Ahmed Naciri.
A la salida de El Aaiun, un control de policía permanente pidió nuestros pasaportes y documentación, nos observó con detenimiento y desconfianza y le realizó varias preguntas al conductor sobre nuestro viaje, mi procedencia y profesión. Nunca podré acostumbrarme a estos puestos fijos de policía militarizada que controlan las 24 horas del día las entradas y salidas de cada ciudad, es algo difícil de describir, es como salir de Alcorcón para ir a Móstoles y que cada día y a cualquier hora te pidieran la documentación a la salida y luego a la entrada. O de Barcelona a Terrassa, o de Sevilla a Dos Hermanas, o de Santa Cruz a La Laguna... Son puestos fronterizos entre ciudades que el gobierno marroquí sólo ha establecido en las ciudades ocupadas del Sáhara Occidental, no en las suyas propias de Marruecos.
Desde que salí del aeropuerto nos han estado siguiendo. Un coche con dos policías dentro vestidos de paisano, recorren la ciudad tras de nosotros y paran frente a una pequeña tienda de víveres donde mi amigo ha entrado a comprar agua para el trayecto que nos espera. Están vigilando cada uno de nuestros pasos, no saben bien qué hago allí de nuevo y con estas personas tan conocidas por su activismo y lucha.
Miro de soslayo al conductor, mi amigo Hmad, y luego con disimulo a Dadach y al joven que nos acompaña y pienso cómo es posible que puedan soportar esta presión diariamente, esta asfixiante situación que por otro lado, no es más que la punta de un abigarrado iceberg. Me hago la misma pregunta cada vez que regreso, pero siempre en silencio porque conozco la respuesta, es parecida a la que daría yo si me preguntaran porqué, a pesar de asfixiarme bajo esta presión, estoy aquí de nuevo, una y otra vez. Son muchos años así, y veo lo mismo en cada viaje, siento lo mismo cada vez que bajo las escalerillas del avión.
Uno tras otro, muestran las huellas de la tortura en sus cuerpos, las palizas, los largos y escabrosos interrogatorios, la oscuridad de la cárcel, el frío en los huesos, las mordidas de las ratas, las cicatrices causadas por los cigarrillos, las articulaciones deformadas por las horas y los días colgados del techo, los quejidos ahogados. Y las madres esperando, buscando por las calles a alguien que les diga dónde están sus hijos desaparecidos, la angustia les quiebra boca y derraman lágrimas que secan en el borde de sus melfas.
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El viaje hacia Smara es todo lo ameno que se puede. El coche de Hmad es un verdadero símbolo, después de que la policía se lo destrozara por completo el año pasado, echándole arena en el tanque de la gasolina, rompiendo los faros e incluso orinando en su interior, él ha logrado con el tiempo revivirlo y ponerlo en funcionamiento de nuevo. Parece imposible que funcione después de ver cómo se lo dejaron. No ha sido la primera vez, también en el 2002 se lo confiscaron y se lo rompieron. Este coche, que él llama el “coche fantástico”, fue el que trasladó a Aminatou Haidar al hospital cuando la policía marroquí le rompió la cabeza por participar en una manifestación pacífica en el 2005.
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Se ha hecho de noche y ya alcanzamos a ver la entrada de la ciudad de Smara después de unos 250 km de carretera desértica y dos paradas para tomar té y rezar. De nuevo, documentación en mano, debemos parar el coche. Están revisando el interior de los vehículos de la comitiva, parece ser que buscan banderas de la RASD o alguna otra cosa inofensiva con la que se pueda celebrar la fiesta por el reencuentro con los presos políticos liberados.
Sigo las instrucciones de Hmad y me mantengo en silencio en el interior del coche, los demás se bajan. Les hacen preguntas, abren el maletero y buscan con las linternas entre la oscuridad, luego enfocan mi cara y los sillones traseros, luego el suelo del vehículo. Se llevan nuestra documentación y no queda otra que esperar... y esperar... parece que al primer coche de nuestra comitiva ya le han dejado entrar a la ciudad. Naciri viaja en él junto a Brahim Dahane y Ali Salem Tamek. A todos pude saludarles a mitad de camino. Otro de los vehículos que permanecen a la espera es el de Aminatou, que ahora se acerca con Djimi ElGalia para charlar conmigo... se lo agradezco, el silencio es ensordecedor.
La noche es completa en su oscuridad, la escasa luminosidad que proviene de la ciudad no interrumpe el resplandor de la luna. Smara se dibuja por tímidas farolas anaranjadas dispuestas en fila en una ciudad pequeña repleta de vehículos policiales y gendarmes.
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Ya hemos pasado el control. Ahora la calle se muestra más oscura que a la entrada de la ciudad, está totalmente tomada por la policía y el ejército. Desde el principio han rodeado nuestro coche y no vemos bien el desvío que debemos tomar. La gente camina por una calle que se muestra como principal dividiendo los dos sentidos de entrada y salida a la ciudad. Cruzan sin mirar delante de los coches y entran en los escasos comercios. La calle en la que vive la familia de Naciri a penas está iluminada, pero lo suficiente para ver brillar las armas de los militares y de la policía.
Me considero una persona serena y no es la primera vez que vivo una situación similar, por eso creo que no exagero cuando digo que pareciera que fueran a abrir fuego en cualquier momento. En las calles conlindantes hay furgones de policía con las luces apagadas aunque se distingue con facilidad como dentro se encuentran grupos esperando tal vez alguna orden de ataque. La casa de Naciri se sitúa en una calle de tierra, como casi todas las calles que conforman los barrios de los saharauis en las zonas ocupadas por Marruecos. Unos cuarenta o cincuenta niños de distinta edad, junto a grupos de jóvenes, corean eslóganes de libertad con todo lo que su voz puede alcanzar, incluso algunos comienzan a quedarse afónicos mientras sus rostros reflejan una determinación absoluta. Levantan sin miedo las manos mostrando el símbolo de la victoria y cuando Naciri sale del vehículo que lo trae desde El Aaiun, todos renuevan sus fuerzas y gritan más si cabe, llegando casi al éxtasis. Parece que se hayan liberado del terror a pesar de que el terror no los haya liberado, se atreven a ondear banderas de la RASD mostrándolas con orgullo ante la amenazante mirada de la policía.
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Puede que esto sea una apreciación personal, pero los rostros de los gendarmes y militares muestran expresiones de odio y desprecio hacia todos los saharauis. No veo que sólo realicen un trabajo que se les ha encomendado desde instancias superiores, sino que sus ojos y sus gestos reflejan un deseo real de acabar con ellos, odio hacia el pueblo invadido, odio por el pueblo torturado durante treinta y cinco años, pero cuando hablo con los saharauis de su sentimiento hacia ellos, lo que rechazan es lo que significan, lo que hacen, lo que representan sus uniformes, como rechazan las acciones de los colonos manipulados que llegan a desnaturalizarse convirtiéndose en verdugos y torturadores, pero no existe odio hacia el pueblo marroquí.
La imagen de un niño alzando sus manos y cantando consignas de libertad por su tierra ocupada me deja clavada en el sitio, todos lo hacen pero él está mirando fijamente a un policía que tapa su rostro con el casco. Tiran de mi brazo y me conducen al interior de la casa. Allí todo el mundo está de festejo, subo, bajo, vuelvo a subir, hace un calor insoportable, pero es Smara, el calor vive allí todo el año.
La gente se coloca en el suelo para escuchar a todos los que tienen algo que decir tras la liberación de Naciri y que se van turnando el micrófono sobre una tarima. La azotea ha sido cubierta con lonas y telas y decorada con globos, banderas de la RASD y carteles con frases de bienvenida y de victoria. No falta nadie. Representantes de todos los colectivos y asociaciones dan su discurso que es aplaudido por grandes y pequeños. Naciri denota ser un hombre tímido y un tanto serio pero sus gestos evidencian un carácter determinante y valiente. Abraza a sus hijos con dulzura mientras agradece a todo el que se acerca a él, su presencia allí. Está muy cansado, al igual que Tamek y Dahane, pero eso no les impide saludar con fraternidad a todo el mundo. Se sienten muy arropados, saben que en mayor o menor medida, todos los que están allí han padecido la tortura, la cárcel o el acoso feroz. Los rostros de Aminatou, Galia, Hmad, Daddach, son una muestra de que no falta nadie. Los discursos se suceden: representantes de la Intifada en Smara, El Keinan, también liberado en los mismos días que los del “grupo de los 7” , luego Aminatou Haidar seguida de Daddach, Daha Rahmouni, Ahmed Asfari (hermano de Naama Sfari), El Mami Amar Salem, Fakou Labaihi, luego Ali Salem Tamek, Brahim Dahane, al que le continúa Ahmed Naciri y también Haimad Sidati. Estan todos, en una muestra de verdadera entrega hacia la Causa y demostrando una absoluta unión que los hermana y los consolida como un solo frente de lucha pacífica. Casi todos los rostros son conocidos, pero una gran masa de jóvenes surge alrededor de los veteranos dejando claro que el camino hacia la independencia sigue pariendo hijos.
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La noche ha sido larga, pero algunos decidimos regresar a El Aaiun. Los más de 250 km que separan las dos ciudades resultan ahora más peligrosos. Unas luces se acercan a toda velocidad por la recta carretera, cuanto más cerca se encuentran nos vamos dando cuenta de que se trata de un camión, lo que resulta extraño a esas horas de la madrugada. Es un camión militar cargado de efectivos. Se dirigen a Smara tal vez para reprimir las posibles manifestaciones que se sucederan al amanecer.
Al pasar a nuestro lado tenemos que realizar una maniobra brusca que nos saca fuera del la calzada para no chocar con el camión. Me comentan que ésa es una de las técnicas usadas por la policía y el ejército marroquí para provocar la muerte de saharauis, provocando un accidente.
Está amaneciendo y ya hemos llegado a El Aaiun. De nuevo, a la entrada de la ciudad, otra vez debemos entregar la documentación. Quién diga que esta ciudad no está en estado de Sitio, no ha venido nunca, o por lo menos, no ha venido invitado por saharauis.
A la mañana siguiente se suceden las visitas y los encuentros. Todos tienen algo que contar, cada día ocurren nuevas desgracias, nuevas detenciones, alguna noticia de los presos, más detenciones. Unos niños entran corriendo en la casa para avisar de que en el barrio Hay Matalla se está produciendo una manifestación que está siendo violentamente dispersa por la policía.
En cada casa se puede ver la pobreza, las difíciles condiciones de vida, pero se respira la unión, la solidaridad y algo que jamás podrá ser destruido por ningún sistema represivo: La voluntad de ser libres.
Antes de marcharme alguien me dice: “esa mujer de ahí enfrente, es la madre de Said Dambar, todavía el cuerpo de su hijo sigue en la morgue. Su familia no ha podido enterrarle, el gobierno marroquí le asesinó y jamás se ha hecho justicia”.
Una gran amiga me acompaña al aeropuerto, la policía la conoce bien y le teme a pesar de su pequeño cuerpo tan débil por tantas huelgas de hambre y tanto sufrimiento. Nos damos un beso como hermanas ante la mirada atenta de la policía, los militares, los camareros de la cafetería y los pasajeros que esperan su vuelo. Cuando ella se marcha las miradas se clavan en mí hasta que alguien que llevaba un rato merodeándome me pregunta: “hola, ¿es usted periodista o de alguna organización de DD.HH.? ”.
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