HAY asuntos que por recurrentes tienen la virtud (o el defecto) de ser obviados para el análisis tanto de los especialistas en el tema como para los medios de comunicación y el público en general. Su presencia pública se limita a dar constancia de que todo sigue igual cuando algún pequeño suceso sirve para recordar que la cuestión sigue pendiente y que nada ni nadie parece poder ponerle fin. Son una especie de maldición bíblica que casi todas las mentes bien pensantes se adelantan a rechazar, pero a las que nadie se atreve a encarar porque, de alguna manera, pondría al descubierto algún tipo de pecado original que nos llevó a sufrir en obligado silencio esa ominosa carga.
Es la mentalidad que año tras año manifestaban mis alumnos de primer curso de carrera, hombres y mujeres, cuando les planteaba qué podrían hacer sobre el innegable hecho de la discriminación que sufren, aún hoy día y entre nosotros, las mujeres frente a los hombres. "Evidentemente hay cierto grado de discriminación"-no todo el mundo coincide en el grado pero sí en el hecho - afirmaba el alumnado a sus 18 años, pero también es evidente que el problema es de tal complejidad que no puede más allá de esperarse que "los tiempos cambien". "Hombre, algo siempre se puede hacer" -decía el más avezado poniendo ejemplos de cómo ayuda en las tareas de casa y del respeto con que trata a su chica- pero "no sirve para mucho" e inmediatamente los argumentos giraban hacia la crítica al género femenino por su falta de contribución bien sea por pasividad o por el intolerable radicalismo de "las feministas". Y así, una y otra vez, cada vez que una mujer era asesinada o se celebrbaa el 8 de marzo.
Algo similar ocurre en relación con la valoración social y mediática del conflicto del Sahara Occidental (y de otros muchos conflictos internacionales como los que afectan al pueblo kurdo, al pueblo mapuche y a tantos otros). Cada cierto tiempo, un suceso -generalmente de trágicas consecuencias para sus protagonistas- saca del olvido cotidiano la injusticia y el sufrimiento que padece el pueblo saharaui para concluir que, desgraciadamente, no hay perspectivas de solución en tanto que los esfuerzos individuales y hasta colectivos, si bien merecen todo nuestro reconocimiento -hablo de enormes gestos de solidaridad y cooperación: acogidas de niños, proyectos y ayudas, manifestaciones y demás- no consiguen modificar sustancialmente el hecho de que todo un pueblo siga sometido a la ocupación colonial, al exilio y a la dependencia.
Como en el caso de la discriminación contra las mujeres, no falta quien prefiere ver estas situaciones como la mejor de las posibles bien porque así lo haya decidido la divinidad o porque es evidente que cualquier cambio implicaría la destrucción del nivel de bienestar social y/o político que ahora disfrutamos. Para estas gentes, los riesgos económicos, sociales o políticos de la total emancipación de las mujeres o -salvando las distancias- de la independencia del pueblo saharaui acarrearía muchas más desgracias que ventajas. Gustavo de Arístegui, Felipe González o Trinidad Jiménez representan, en este caso, la misma postura de Manuel Fraga o Rouco Varela en relación con las mujeres.
Pero lo peor del caso no son estas opiniones extremas de quienes se sitúan al margen de la historia y de la razón, sino el sentimiento colectivo, reiteradamente perpetuado por los medios de comunicación, de que nada va a cambiar. Ese mensaje, acompañado de un leit motiv de fondo en el que se insiste en que si las cosas están mal, algo tendrán que ver sus protagonistas (mujeres, saharauis, mapuches o emigrantes...) oculta deliberadamente la auténtica causa de su pervivencia: En realidad, si nada cambia es porque no queremos que cambie. No me refiero, por supuesto, a los que, como muchos de mis alumnos y alumnas pro y feministas, luchan cada día por modificar la miseria social e intelectual que les rodea, o a quienes como a mis amigos y amigas de asociaciones y organizaciones internacionalistas y de todo tipo pelean cada día por un mundo más justo e igualitario para todos y todas. Me refiero al conjunto de personas y grupos cuyos intereses sociales, económicos y políticos han hecho de Occidente un horrendo espectáculo de hipocresía en el que el gobierno (desde sus más altos niveles hasta lo más humilde de nuestros hogares) casi nunca tiene como objetivo primordial el bienestar de la gente sino el beneficio de alguno (no suele ser alguna).
En el caso de la llamada política internacional y en concreto del Sahara Occidental, esta política tiene nombres y fechas concretas. Rodríguez Zapatero, Aznar, Felipe González, Suárez y sus respectivos responsables de exteriores son los principales responsables a través de deleznables actuaciones y de intolerables dejaciones, de los miles de saharauis, hombres y mujeres, niños y ancianos que han muerto, desaparecido o sufren cualquier tipo de penalidad por el mantenimiento de la ocupación y el exilio. Y también, por supuesto, de que Ainhoa, Enric y Rosella hayan sido secuestrados por intentar paliar lo que ellos han destruido.
Decir y oír esta cruda realidad es, sin duda, doloroso. También para mí, que preferiría relatar otro panorama del estado en el que vivo y en el que, de una u otra forma, también participo. Pero también es la única esperanza de que este y otros conflictos tengan visos de solucionarse. Solo si somos conscientes del papel que representamos cada uno de nosotros y nuestros gobernantes podremos actuar de forma coherente y eficaz.
En estas fechas en las que recordamos los tristes aniversarios de Gdeim Izik, de la Marcha Verde o de los acuerdos de Madrid, nos toca sacudirnos la pereza y mostrar nuestra solidaridad, esa que nos hace sentirnos parte de un solo pueblo en un solo mundo, pero al mismo tiempo sacar todas nuestras fuerzas para exigir a quienes ahora se presentan a las elecciones que pongan fin a esta injusticia, que gobiernen para eliminar las discriminaciones y pongan fin a una política internacional basada en los intereses económicos o políticos de unos pocos y en la mentira y la hipocresía como método y que, si no es así, no se lo perdonaremos, y sus nombres quedarán grabados en nuestra memoria individual y colectiva, como los que hemos citado más arriba.
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