Nací hace 26 años en una
pequeña jaima levantada en Smara, en uno de los cuatro campamentos de
refugiados saharauis en Tinduf (Argelia), a más de 2.643 kilómetros
del País Vasco, donde vivo y estudio desde hace más de un año. Fui uno de los
muchos chavales que en 1996 llegaron a “veranear” acogidos en España con apenas
unas chanclas y mucha anemia. Mi nombre se podría traducir del árabe como “el
hombre pacífico”, aunque en mi tierra es difícil mostrarse así. Desde el pasado
sábado, el desasosiego y la incertidumbre han vuelto a mi corazón. La repatriación
de los cooperantes que ayudan a los míos y a nuestra causa ha vuelto a dejar a
260.000 compatriotas sin el cordón umbilical de su supervivencia.
Nací en invierno, cuando el
frío puede bajar el termómetro hasta los 5 grados, muy lejos de los 52 que se
viven en el desierto durante el verano. A mi bautizo no pudo venir mi padre,
apostado en una trinchera de arena con el ejército de Hassan II enfrente. Mi
padre, Hamudi, enrolado durante diez años en el Frente Polisario, lucha ahora
por su pueblo al volante de un camión que hizo sus primeros kilómetros por las
carreteras de Extremadura y ahora agota su motor por las polvorientas
carreteras argelinas. Donado por una ONG extremeña, el viejo Fiat transporta
ahora gas butano para abastecer los asentamientos de refugiados.
Mi madre, como tantas otras
mujeres, se encarga de distribuir la ayuda humanitaria que llega a los
campamentos en grandes camiones de matrículas extranjeras. Y mi querida abuela
es la que me crió a base de leche de cabra y unas migas de pan que cada mañana
horneaba para más de 23 críos. Eran mis primos y algún que otro vecino: unos
huérfanos de padres por la guerra y otros con sus madres enfermas.
Vivir en la “Hammada”
africana, en el desierto de los desiertos, es duro para el más duro de los mortales.
Para nosotros, los saharauis, es una condena injusta. Mis mayores tienen
memoria y, para que los jóvenes no olvidemos, nos cuentan desde muy pequeños
que un día fuimos la provincia número 53 de España. Muchos guardan como un
tesoro sus viejos carnés de identidad plastificados, que en 1975 les
acreditaban como el más español de los españoles. Sirva de anécdota que alguno
de mis vecinos espera ansioso todos los años la llegada de la Navidad para
mostrar con orgullo la felicitación que todavía le llega por los servicios
prestados como soldado del Ejército español, y no son excepción los que cobran
la paga como militares retirados de la época franquista.
Ahora somos un pueblo
transterrado -echado de su tierra-, que sobrevive en un lugar infernal gracias
a la ayuda humanitaria, sobre todo de España y, en especial, de Euskadi. Sin
agua, ni hospitales, ni electricidad, ni escuelas, ni sombra, ni ropa, ni
comida. Mi abuela me contaba que incluso los camellos rehusaban acercarse a la
zona que ocupamos hoy. En esta dura historia, mi humilde vida y la de los míos,
merecen unas líneas quienes nunca se han olvidado de mi pueblo: nuestros
hermanos cooperantes. De hecho, la primera palabra que aprendí en castellano es
“solidaridad”.
Su presencia es vital y se
distinguen desde muy lejos. A los niños les extraña que todos los médicos que
les vacunan a la puerta de la escuela se llamen igual: “Osakidetza”, al menos
eso pone en sus batas. Las gorras y las motos de los policías de tráfico lucen
otro término sorprendente: “Ertzaintza”. Algunos autobuses cruzan sudando el
desierto y luciendo en sus costados carteles publicitarios con la leyenda
“Visite Euskadi”. Se trata de pequeñas sorpresas que explican el significado de
la primera palabra que aprendí en castellano: me repito, “solidaridad”. Poco
puede hacer un “hombre pacífico” como yo para hacer que vuelvan los
cooperantes, pero a quien corresponda sólo le pido una cosa; que haga lo
imposible para que regresen pronto.
Salamu Hamudi. Ha cursado El
Máster El Correo, donde hace prácticas actualmente. Es periodista saharaui