jueves, 2 de agosto de 2012

«Mi pueblo ha descubierto la solidaridad escrita en euskera»


Nací hace 26 años en una pequeña jaima levantada en Smara, en uno de los cuatro campamentos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia), a más de 2.643 kilómetros del País Vasco, donde vivo y estudio desde hace más de un año. Fui uno de los muchos chavales que en 1996 llegaron a “veranear” acogidos en España con apenas unas chanclas y mucha anemia. Mi nombre se podría traducir del árabe como “el hombre pacífico”, aunque en mi tierra es difícil mostrarse así. Desde el pasado sábado, el desasosiego y la incertidumbre han vuelto a mi corazón. La repatriación de los cooperantes que ayudan a los míos y a nuestra causa ha vuelto a dejar a 260.000 compatriotas sin el cordón umbilical de su supervivencia.
Nací en invierno, cuando el frío puede bajar el termómetro hasta los 5 grados, muy lejos de los 52 que se viven en el desierto durante el verano. A mi bautizo no pudo venir mi padre, apostado en una trinchera de arena con el ejército de Hassan II enfrente. Mi padre, Hamudi, enrolado durante diez años en el Frente Polisario, lucha ahora por su pueblo al volante de un camión que hizo sus primeros kilómetros por las carreteras de Extremadura y ahora agota su motor por las polvorientas carreteras argelinas. Donado por una ONG extremeña, el viejo Fiat transporta ahora gas butano para abastecer los asentamientos de refugiados.
Mi madre, como tantas otras mujeres, se encarga de distribuir la ayuda humanitaria que llega a los campamentos en grandes camiones de matrículas extranjeras. Y mi querida abuela es la que me crió a base de leche de cabra y unas migas de pan que cada mañana horneaba para más de 23 críos. Eran mis primos y algún que otro vecino: unos huérfanos de padres por la guerra y otros con sus madres enfermas.
Vivir en la “Hammada” africana, en el desierto de los desiertos, es duro para el más duro de los mortales. Para nosotros, los saharauis, es una condena injusta. Mis mayores tienen memoria y, para que los jóvenes no olvidemos, nos cuentan desde muy pequeños que un día fuimos la provincia número 53 de España. Muchos guardan como un tesoro sus viejos carnés de identidad plastificados, que en 1975 les acreditaban como el más español de los españoles. Sirva de anécdota que alguno de mis vecinos espera ansioso todos los años la llegada de la Navidad para mostrar con orgullo la felicitación que todavía le llega por los servicios prestados como soldado del Ejército español, y no son excepción los que cobran la paga como militares retirados de la época franquista.
Ahora somos un pueblo transterrado -echado de su tierra-, que sobrevive en un lugar infernal gracias a la ayuda humanitaria, sobre todo de España y, en especial, de Euskadi. Sin agua, ni hospitales, ni electricidad, ni escuelas, ni sombra, ni ropa, ni comida. Mi abuela me contaba que incluso los camellos rehusaban acercarse a la zona que ocupamos hoy. En esta dura historia, mi humilde vida y la de los míos, merecen unas líneas quienes nunca se han olvidado de mi pueblo: nuestros hermanos cooperantes. De hecho, la primera palabra que aprendí en castellano es “solidaridad”.
Su presencia es vital y se distinguen desde muy lejos. A los niños les extraña que todos los médicos que les vacunan a la puerta de la escuela se llamen igual: “Osakidetza”, al menos eso pone en sus batas. Las gorras y las motos de los policías de tráfico lucen otro término sorprendente: “Ertzaintza”. Algunos autobuses cruzan sudando el desierto y luciendo en sus costados carteles publicitarios con la leyenda “Visite Euskadi”. Se trata de pequeñas sorpresas que explican el significado de la primera palabra que aprendí en castellano: me repito, “solidaridad”. Poco puede hacer un “hombre pacífico” como yo para hacer que vuelvan los cooperantes, pero a quien corresponda sólo le pido una cosa; que haga lo imposible para que regresen pronto.
Salamu Hamudi. Ha cursado El Máster El Correo, donde hace prácticas actualmente. Es periodista saharaui