En el juicio de los 24 de
Gdeim Izik se presentó como prueba un amasijo de armas blancas, sin precintar, sin
conservar en envases aislantes, sin restos de sangre ni huellas dactilares, pulquérrimas
como recién salidas de la fábrica. Los jueces dieron por válidas las armas como
pruebas “inculpatorias”. En lo oculto Sancho Panza descubrió la verdad, en lo
evidente los jueces del tribunal militar de Rabat hallaron lo que nadie ve. Sancho
fue más allá de lo evidente, los ilustres jueces quedaron cortos ante lo
evidente: hierros a modo de escultura; un ornamento para la farsa que debía
terminar mal en el último acto.
En lo militar no puede haber
justicia, por eso para darle mayor verosimilitud al cuento fue incorporado un
nuevo elemento que el espectador identifica con su realidad: un juez civil. Este
personaje viene siendo el elemento clave en cualquier obra de corte
aristotélica, o partiendo de la mímesis platónica, que magistralmente Lope de
Vega explica del siguiente modo:
Ya tiene la comedia
verdadera
su fin propuesto como todo
género
de poema o poesis, y este ha
sido
imitar las acciones de los
hombres
El arte nuevo de hacer
comedias (vv. 49-53)
Teniendo todos los elementos
necesarios, la puesta en escena debería ser perfecta, o al menos rozar la
perfección. Las acciones de los hombres se imitan: juez civil en una corte
militar. La obra, además, al modo aristotélico tiene presentación: una retahíla
de acusaciones y hechos amañados; nudo: maratonianas sesiones en un macrojuicio,
según la jerga periodística, público mediatizado; y desenlace: condenas
desproporcionadas que van de los veinte años a cadena perpetua. Sin embargo, los
ilustres jueces leyeron mal la Poética de Aristóteles, que insiste en la
verosimilitud como elemento clave en cualquier obra. En un enfrentamiento entre
civiles desarmados (o a lo sumo muy mal armados) y militares bien equipados, hay
más bajas militares que muertes civiles: inverosímil. Aquí flaquea la obra, se
desmorona el argumento y los críticos degollarían al autor.
Más de dos años después de su
detención, los presos políticos saharauis fueron juzgados y sentenciados en una
semana. Los jueces, al contrario que Sancho, dieron por buena una sola versión,
la del zorro astuto que manejó muy bien la técnica de la simulación: simula el
delito, el juicio, los jueces, pero lástima que no simule también las
sentencias. Si los abogados de la defensa hubiesen simulado que defendían en
vez de defender, quizás el juez (el juicio simulado) habría tenido en cuenta
sus alegatos, la refutación de los argumentos esgrimidos desde la acusación, la
falsedad de las pruebas, la inconsistencia de las acusaciones y el patetismo
del juicio. Así todo hubiese sido una obra en la que todos tuvieron una
contribución, las sentencias hubiesen sido simuladas, los espectadores
volverían a sus casa preguntándose por la rareza de un juez civil en una corte
militar, pero asumiendo que le daría una mayor proximidad a la realidad (no así
los quisquillosos críticos atentos a todos los detalles). Así, todos habrían
cumplido y el productor de la obra, el rey, estaría satisfecho del bien hacer
de sus títeres autónomos.
“Preguntáronle de dónde había
colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que
de haberle visto dar el viejo que juraba a su contrario aquel báculo, en tanto
que hacía juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que
en acabando de jurar le tornó el báculo, le vino a la imaginación que dentro de
él estaba la paga de lo que pedían” (Don Quijote de la Mancha, II, 45, p. 892. Edición
Francisco Rico, Madrid, 2007, Punto de Lectura).
Mustapha Mohamed Lamin Ahmed.