Víctor García era un joven de 21 años. Si
por algo se había distinguido desde muy joven fue por su compromiso social, por
su espíritu de activista, pero no de los ratón y tecla fácil, sino de los que
se baten el cobre en las calles, luchando contra las injusticias. Su madre
Consuelo, desde la distancia en Galicia, hacía semanas que no pegaba ojo con
estos tiempos convulsos. Desde que su hijo se había quedado en Madrid, ella vía
en un estado continuo de emociones contrarias que no conseguía conciliar: por un
lado, el orgullo de ver cómo su pequeño, ya un hombre, anteponía sus
principios, su honestidad por delante de su propio bienestar y, por otro, una
profunda congoja precisamente por ello.
A finales de enero, Víctor se vio envuelto
en una protesta contra un desalojo. Una propuesta, en realidad, de resistencia
pacífica pero todo eso pareció darles igual a los antidisturbios. Cargaron
brutalmente contra los activistas y, a Víctor en particular, le dieron su buena
ración de “calor negro”, como los agentes de la Unidad de Intervención Policial
(IUP) les gusta llamar a golpear con la porra a discreción.
El joven activista quedó malherido,
literalmente reventado a porrazos y los antidisturbios, en lugar de llevarlo a
un hospital, lo llevaron de cabeza a los calabozos de la comisaría de
Moratalaz. Hasta dos días estuvo Víctor en su celda, con el bazo hecho papilla,
con el ojo machacado y el cuerpo ensangrentado y cubierto de hematomas… y sin
recibir ningún tipo de asistencia sanitaria. Para cuando la policía quiso darse
cuenta, se les había muerto.
Destrozada por el dolor, ese que tantas
noches se le había aparecido disfrazado
de pesadilla, Consuelo viajó hasta Madrid, a identificar el cuerpo de su hijo y
a firmar la partida de defunción. Cuál sería su sorpresa cuando descubrió lo
que había sucedido y, entonces, reclamó justicia. Se negó a firmar la partida
y, en ese instante, un funcionario de la comisaría le ofreció hasta 90.000
euros para correr un tupido velo y que nada de aquello se hiciera público.
“Estamos en campaña electoral y no conviene agitar las cosas, que luego los
mercados se resienten”, le comentaron.
Consuelo no firmó. La consecuencia fue que
desde que su hijo muriera el 8 de febrero, todavía no ha recuperado su cuerpo.
¿Por qué? Sencillo, porque una autopsia imparcial pondría contra las cuerdas a
las fuerzas del orden, porque sería una auténtico escándalo. Y como a estas
alturas continúa sin hacerse justicia, Consuelo lleva casi 20 días en huelga de
hambre, ha viajado durante ese tiempo a Estrasburgo -invitada por Podemos- y ha
reclamado justicia. Y nada.
Si la historia les ha sobrecogido, cambien
ahora los nombres. Víctor es Haidala Mohamed Lamín, su madre en huelga de
hambre es Tekbar Haddi y Madrid son los territorios ocupados del Sáhara Occidental;
los antidisturbios son los agentes de policía marroquíes y lo demás… lo demás
sucedió tal cual. Tekbar Haddi cumplirá este miércoles 20 días de huelga frente
al consulado de Marruecos en Las Palmas (ella reside en Tenerife) y ningún
organismo, ni internacional ni español le han dado una respuesta satisfactoria.
La geoestrategia y la economía tienen más peso que el dolor de
una madre cuyo hijo ha sido asesinado y ni siquiera le permiten recuperar su
cuerpo. En realidad, que el dolor de decenas de madres, de cientos de esposas…
porque lo que le sucedió a Haidala sucede todos los días en el Sahara
Occidental, en los territorios ocupados ante los cuales la Comunidad
Internacional, con la ONU a la cabeza, se han puesto una venda en los ojos.
¿Y todavía hay algunos que me preguntan por
qué me enorgullezco de considerarme antisistema? Por cosas como ésta. Mientras
el sistema no demuestre que funciona, que realmente antepone las personas al
enriquecimiento de uno pocos, que no duda en recorrer el camino más complicado
para ello en lugar del que es cuesta abajo, aquí encontrará un enemigo
inasequible al desaliento. Súmense.
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