Las Palmas de Gran Canaria 31/05/2015
Tekber Haddi es una mujer saharaui, madre,
de 41 años que, este lunes, cumple 18 días en huelga de hambre. A principios de
febrero, su hijo murió, después de varios días de agonía, por una infección en
una herida que le habían causado colonos marroquíes en una reyerta en las
calles de El Aaiún, donde nunca pasa nada. Donde el silencio impera. Allá donde
no hay corresponsales. En la capital que late al son de la última colonia
africana, el Sahara Occidental. En las calles en las que policías, militares,
paramilitares y agresivos colonos marroquíes castigan diariamente a la
población saharaui y no siempre de forma física. En el lugar en el que la
Misión de Naciones Unidas no vela por los derechos humanos, sino que trabaja
por garantizar una paz que, es obvio y con media hora en El Aaiún vale para
saberlo, no existe.
Naciones Unidas, de la mano de Francia, ha
creado una redefinición de paz en la que se aceptan palizas, maltratos,
humillación, inexistencia de la libertad de expresión, violación constante de
los derechos humanos, la imposibilidad de trabajar con libertad los periodistas
o los prisioneros políticos, entre otras cosas. Una paz en la que, a pesar de
los múltiples informes que conminan a la Comunidad Internacional a tomar cartas
en el asunto, sigue financiando Marruecos con su Rey Mohamed VI, rey de los
negocios y la avaricia, a la cabeza. Una paz que exporta policías y espías, por
ejemplo hasta Canarias, para perseguir y atosigar a los partidarios, militantes
o simpatizantes del Frente Polisario. Una paz que deja muertos. Una paz que
imposibilita la vida en libertad no es paz. Y ellos, los facilitadores de esta
situación, lo saben y lo consienten.
En medio de esa paz, murió Mohamed Lamine
Haidala, el hijo de Tarbak Haddi. Una pelea le condujo al hospital y, de ahí, a
la comisaría. De la comisaría, 48 horas después, al hospital de Agadir donde,
presuntamente, murió por una herida en el cuello que se había infectado
¿Alguien sabe lo que pasó en el interior de la cárcel? ¿Alguien que conozca el
desprecio con el que tratan los policías marroquíes a los jóvenes saharauis
puede imaginar un trato basado en los derechos humanos? Las cárceles de
Marruecos han sido, en decenas de ocasiones, salas de tortura para los
saharauis y esto lo consagra la hemeroteca, los informes independientes y el
relato agónico de los que sobreviven.
Tarbak Haddi languidece cuando comienza la
tercera semana sin comer, tan solo hidratándose y con dos ingresos ya en el
hospital, ambos por hipoglucemia. Fueron varios los activistas saharauis que
desaconsejaron a Haddi una acción tan radical, pero ella está determinada a
morir si no se le conceden dos exigencias que no deberían suponer problema
alguno: ver el cuerpo de su hijo muerto y una autopsia que no esté hecha “por
los verdugos”, como dice ella. Nadie sabe dónde está el cuerpo de Mohamed Lamin
Haidala.
Los representantes públicos canarios y
españoles deberían tratar de ayudar a Tarbak Haddi, ciudadana residente en
Canarias, y facilitar una solución que permita a Tarbak poder seguir viva,
además de quitarse la loza que parece pesarle: no saber qué le causó la muerte
a su hijo. El consulado de Marruecos, por ahora, rehúye, pero ningún
representante público se ha acercado a Tarbak para prestarle ayuda, para
mantener una conversación, por cínica que sea, y recabar información que pueda
ayudar a solucionar su pena, que le arrastra a la muerte.
Gobierno de Canarias, Gobierno de España o
su delegación en Canarias, deben tratar de hablar con los diplomáticos
marroquíes para evitar un final trágico. Es una cuestión de voluntad política y
de humanidad. La vida de Tarbak está en riesgo, pero también lo está la
credibilidad de un pueblo que ve languidecer, por su huelga de hambre, a una
ciudadana saharaui en sus calles gritando, como siempre hace ella, cuatro
veces: “Justicia, justicia, justicia, justicia”.
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