De entre los derechos fundamentales, si hay alguno que pueda destacar más que otro en una sociedad democrática, ese es el derecho a la libertad de prensa. No pueden existir "socios clave", ni "relaciones sólidas y prioritarias" como ha señalado la ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez con respecto al cerrojo informativo que Marruecos ha desplegado en los acontecimientos de El Aaiún.
La libertad de prensa es, a todas luces, la libertad. Por ella pagamos cuando nos acercamos a un quiosco para comprar el periódico. Al precio que lo hacemos, sin duda, no retribuimos lo que su ejercicio nos reporta. En él no está siquiera incluida la memoria de aquellos que han dejado su vida en el intento, las noches en vela de los que están al pie de las rotativas, el diario ejercicio de aquellos en los que recae la responsabilidad de frenar a los grupos de presión que intentan mediatizar el libre ejercicio de la profesión, la impagable tribuna desde la que cualquier lector puede expresar libremente su opinión. Sin esa libertad no podemos discernir con claridad si lo que nos rodea es veraz o manipulado.
Por eso cuando hace unos días expulsaron a un grupo de periodistas españoles que trataban de poner luz sobre las sombras en el Sáhara Occidental, algo se quebró en ese derecho y en esa memoria. Si ese quebranto nos deja indemnes en una sociedad avanzada como la nuestra, qué no supondrá a un pueblo olvidado como es el saharaui al que le asisten todos los derechos internacionales.
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