Los desaires de Rabat frente a la contención de Madrid aconsejan un cambio de estrategia
EL PAIS EDITORIAL 07/12/2010
Los sucesos en el Sáhara Occidental siguen marcando las relaciones entre España y Marruecos. La pasada semana, el Parlamento marroquí consideró necesario revisarlas en su conjunto, instando al Gobierno de Rabat a reclamar Ceuta y Melilla. Una marcha sobre la primera de las ciudades autónomas fue implícitamente autorizada, y suspendida luego.
Llegados a este punto, tal vez lo mejor sea, en efecto, revisar las relaciones. No porque lo exija el Parlamento marroquí, sino porque resulta contraproducente para los intereses españoles prolongar la actual indefinición. La diplomacia de Zapatero no ha logrado asegurarse un imprescindible margen de maniobra para gestionar la vecindad con Marruecos. De ahí que sus intentos de no irritar al Gobierno de Rabat por errores que ha cometido este solo reciban reiterados gestos inamistosos como respuesta, generando un bucle de desencuentros sin salida.
Marruecos no puede amagar con romper la baraja con España en cada ocasión en que necesita encontrar un culpable exterior para sus problemas. Pero aun en el supuesto de que la rompiera, solo sería un dato más a la hora de abordar el problema de fondo al que se enfrenta España, que es definir un modelo de relaciones con el Magreb y no solo con Marruecos. O bien las mantiene como hasta ahora, buscando una aproximación alternativa a Argel o a Rabat según quien gobierne en Madrid, o bien fija una posición propia ante los riesgos y contenciosos existentes en la región.
Por lo que se refiere a los riesgos, Marruecos desempeña un papel decisivo con respecto a España y la Unión Europea , particularmente en materia de terrorismo e inmigración; pero no menos decisivo que el que desempeñan España y la Unión Europea con respecto a Marruecos y, más en concreto, a su régimen político, cuyas insuficiencias y puntos débiles son sobradamente conocidos. La disposición a tratar con él no responde al deseo de convalidar sus prácticas, algunas de las cuales han quedado al descubierto con la filtración de Wikileaks, sino al de facilitar una evolución política sin sobresaltos, ni para la región, ni para los propios marroquíes.
España no puede conformarse con solventar de forma provisional esta crisis y esperar la siguiente. Es necesario, por el contrario, replantearse la actuación en el Magreb desde hace más de una década, cuando el Gobierno de Aznar echó por la borda con sus baladronadas frente a Marruecos un trabajo diplomático desarrollado desde los inicios de la Transición. Ahora es Marruecos quien se habría dejado llevar por las baladronadas, amparándose en la debilidad del modelo de relaciones por el que optó la diplomacia de Zapatero con el solo propósito de marcar distancias con la de Aznar. En lugar de acelerar este bucle cada vez más vertiginoso, parece llegado el momento de que la diplomacia española amplíe el foco de sus preocupaciones y, a continuación, vuelva a marcarse un rumbo propio en función de sus intereses. Y ello, con independencia de los gestos de Rabat.
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