GUINGUINBALI LAURA GALLEGO Islas Canarias22/12/2010
“De la edad que pone en el pasaporte no te fíes” espeta, mientras lo entrega. En ese documento marroquí, que para él -saharaui de pura cepa- no tiene validez alguna, consta que nació en 1930. Pero su gente, mientras manosea la cartilla en cuestión, apunta unos cinco más. De octogenario tiene el aspecto, sí. Enjuto, puro hueso y pellejo, con su majestuosa mata de pelo blanco anárquicamente cortada. Pero sólo eso, el aspecto. La fuerza y el temperamento son los de un joven dispuesto, tristemente, a coger las armas: “Para eso no estoy viejo, sólo nos queda la guerra, e iríamos todos, yo incluido”.
A Deida-Da Ali Yasid lo conoce todo el mundo en El Aaiún; todos los saharauis le profesan respeto. Nadie permanecía sentado cuando él entraba en cualquier jaima, en el campamento Gdeim Izik; corrían a besarle la testa, que es como ellos expresan ese respeto a sus mayores. El anciano no solía quedarse a dormir, pero era habitual encontrarlo por allí, y hasta bien entrada la noche. Viajaba cada día desde la ciudad con su hijo. Con el mismo que ha llegado hace unos días a Gran Canaria.
Nos recibe en la casa de unos saharauis que residen en la Isla desde hace años. Está dormido en el suelo del salón, envuelto en una manta, todo lo largo que es. Es un anciano que inspira ternura. Pero cuando se despierta, atusa la cabellera, y se sienta, ágil, a charlar con las vecinas que han llegado a saludarle, y las hace reír a carcajadas con sus disertaciones sobre las tribus saharauis -según me explican después- , rejuvenece. Cuando te apunta con el dedo, y te clava la mirada, es un chaval. Y así contesta a todas las preguntas.
A veces, con otra pregunta. ¿Que si hay más de dos muertos saharauis?. “¿Y dónde están entonces todos los que faltan?”.
Deida-Da quiere hablar. En nombre de su hija, a la que golpearon. De su nieto, que está en la cárcel. Del que no sabe dónde está. De las más de 20.000 personas que llenaban ese campamento también llamado de la Dignidad. De los muchos niños pequeños que todavía están con desconocidos, mientras las familias hacen correr mensajes con su descripción, esperando encontrar a sus padres. ¿Dónde están? Eso pregunta Deida-Da.
El día que el ejército marroquí recibió la orden de entrar a sangre y fuego en aquel mar de jaimas, y acabar con la protesta pacífica -para sorpresa de algunos, aunque sabedor quizás su Gobierno ya entonces de que no sufriría represalia alguna por parte de la comunidad internacional- el anciano estaba en su casa de El Aaiún. A las seis de la mañana le despertó el móvil. Antes de acostarse, cuenta, varios agentes de policía le hicieron una visita. “Les dije que, pasara lo que pasara, si entraban en mi casa dispararía contra ellos, que tocaran si era necesario y salíamos a conversar, pero si tiran mi puerta abajo, uso el arma que tengo, y saben que no bromeo, por eso no volvieron”, rememora. Y convence.
Como líder de su pueblo, al menos, en cuanto a que anciano respetado, pudieron querer con esa visita alertar de algún modo de lo que estaba a punto de ocurrir. Durante los duros enfrentamientos a los que dio lugar el desmantelamiento, cuando tantas puertas fueron tumbadas a patadas, no pasaron efectivamente por su casa. Pero si ahora está en Canarias, es porque poco a poco se fue dando cuenta de que “querían quitarme de en medio”, cuenta. “Alguien dijo que nosotros pasábamos a los extranjeros al campamento, y mi hijo estuvo escondido tres semanas; cuando apareció en casa, nos vinimos a Canarias”.
Desde aquí quiere arreglar los papeles de su nacionalidad, aunque ya culpa a España de algo: “No puedo regresar ahora porque España no garantiza mi seguridad”. Entonces saca de la cartera otro documento, este del Ministerio de Defensa español, 'Unidad de Asuntos Saharauis y Pagaduría de Pensiones', pone, y una linea más abajo: 'Tarjeta Identidad Guardia Jurado, prestó servicios en Zoco Bocalitos Apolico'. Pensión: 270 euros.
Deida-Da fue soldado español. Aunque después no entró a formar parte de las filas del Frente Polisario. Ha permanecido en su tierra esperando una solución pacífica y tener que haberse marchado a su edad, le parte el corazón. Por eso, aunque acabe de afirmar que no tiene ninguna garantía sobre su seguridad allí, dice, a renglón seguido: “Pero aunque no salga la nacionalidad yo voy a volver, me siento muy mal”.
De los últimos días que ha pasado en El Aaiún sólo puede hablar de detenciones diarias. “Arrestan gente sin parar, quieren eliminarnos, que los que queden tengan miedo y huyan”. ¿Y él? ¿Teme que eso pueda suceder? “No, la gente no tiene miedo, lo que no tiene son armas y no van a salir para morir, hicimos lo que pudimos, es mejor dar un paso atrás y que ahora hagan lo que puedan los de Tinduf, o los periodistas, las ONG, que vengan y vean lo que pasa”, propone.
Ese es su análisis. El miedo, en su opinión, lo tiene Marruecos. Por eso él sí esperaba “por un lado” que lo del campamento acabara como lo hizo. Para Deida-Da -y habla la voz de la experiencia- esa protesta es “lo mejor que han hecho nunca los saharauis”, y ahora “Marruecos sabe que todos quieren la libertad”. Es decir -continúa argumentando- “antes, Marruecos pensaba que los independentistas eran a lo mejor un 5%, los activistas, pero cuando nos vio a todos unidos, mano con mano, no podía creerlo; eso nunca había pasado, por eso nos acusaron de terrorismo y todas esas patrañas, para que nadie vea que estamos todos en torno a una sola palabra”. Libertad, claro.
Pero la libertad brilla por su ausencia estos días en El Aaiún. Al menos, para una parte de la población, los saharauis. Por eso, dice el anciano, la convivencia con los habitantes marroquíes se ha roto también. “Eso se acabó, cada uno por su lado, porque muchos, que han sido vecinos nuestros durante 35 años, se han chivado a la policía de dónde estaban escondidos algunos saharauis, o incluso han participado en el acoso, ¿y lo que hemos compartido durante todo este tiempo? ¿Dónde quedó eso?” pregunta de nuevo.
No hay libertad, no hay esperanza ni en España ni en ningún organismo internacional -”la ONU ya está tardando en salir de allí, es un ocupante más”- no hay convivencia. Pero insiste para acabar: tampoco hay miedo. “Ya no tenemos nada, no nos queda nada por hacer, salvo ir a la guerra; da igual quien sea el más fuerte, ya no hay nada más que hablar, queremos luchar, todos, incluido yo mismo. Para sostener un arma aún no estoy viejo”. La fuerza de un chaval y el agotamiento de 35 años de sometimiento. Pero no se rinde.
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