*Fuente: Grupo Colón-APPA
(Asociación para el Progreso de los Pueblos de África).
Esta es la Carta Abierta que
Hmad Hammad, vicepresidente de la asociación CODAPSO (Comité de Apoyo para la
Autodeterminación del Pueblo del Sáhara Occidental), ha dirigido a JOAQUÍN
ORTEGA SALINAS, ex embajador español, y que nos ha hecho llegar con el ruego de
que se le de la máxima difusión.
A su paso por Madrid, Hmad
Hammad, conocido activista saharaui participó en una de las tertulias sobre
política exterior organizadas por el Grupo Colón-APPA (Asociación para el
Progreso de los Pueblos de África). Allí coincidió con el coronel Diego
Camacho, miembro de APPA y, tras celebrar su reencuentro, evocaron las
dramáticas circunstancias en las que se inició su amistad en 1990, cuando Hamad
buscó refugio y asilo en la embajada española en Rabat y el embajador, Joaquín
Ortega lo entregó a las fuerzas de seguridad del rey Hassán II que lo
perseguían.
Con la publicación de esta
carta, APPA se propone hacer constar la vergüenza y repulsa ante la actitud
cobarde y vergonzosa de un representante de España, que ninguna razón de estado
puede justificar.
En Madrid, a 18 de diciembre
de 2012
Eugenio Pordomingo Pérez
CARTA ABIERTA A JOAQUÍN ORTEGA
SALINAS, Embajador de España en Rabat en 1990, de Hmad Hammad, activista
saharaui
Diciembre de 2012
En el nombre de Dios el Único el Misericordioso.
Sr. Embajador:
Quizás no se acuerda o no quiera acordarse de mí, que a veces la memoria
hace indecibles jugarretas para borrar recuerdos incómodos. Soy Hmad Hammad,
uno de esos tres muchachos saharauis que, en 1990, acosados por la policía
marroquí, cometimos la ingenuidad de buscar refugio en la Embajada de España en
Rabat (Marruecos). Usted era entonces el
embajador de España en esa capital y, en lugar de concedernos el asilo que
habíamos solicitado, nos entregó a las fuerzas de seguridad marroquíes, pese a
que sabía muy bien que con ello nos condenaba a la cárcel y a sufrir terribles
torturas e, incluso, la muerte, en una de las mazmorras secretas donde tantos
hombres, mujeres e, incluso, ancianos, han desaparecido desde 1975 para
siempre, por el mero hecho de ser saharauis.
Mis compañeros y yo cometimos la ingenuidad de buscar refugio en la
Embajada de España. Pensábamos, ilusos de nosotros, que habiendo firmado España
dos años antes la Convención de Ginebra sobre Derechos Humanos, estaríamos
seguros en la embajada española, máxime cuando, además, mi padre era español
por haber nacido en la provincia española nº 53 del Sáhara Español y con DNI
español y yo mismo nací español y tuve
DNI. Además, España sigue siendo hasta
hoy (así lo ha ratificado la ONU) la potencia administradora del territorio no
autónomo del Sáhara Occidental y, por lo tanto, está obligada por la Carta de
las Naciones Unidas a defender al pueblo saharaui.
Pero usted, señor Javier Ortega, nos negó, no sólo el asilo al que
teníamos derecho, sino cualquier clase de ayuda: ni agua nos dieron en su
recinto (el de España), algo que en la ley de la gente del desierto no se hace
ni con el peor de los enemigos. El colmo fue que se encargó usted mismo de
meter a la policía marroquí dentro de la Embajada para que nos sacaran de allí.
Todavía recuerdo en mis pesadillas los rostros de esos tres policías que usted
dejó pasar para que nos detuviesen en lo que era técnicamente territorio
español, dentro de su propio coche oficial.
Le diré, para que no quede ninguna duda de lo que nos ocurrió después,
que los torturadores marroquíes hicieron todo lo posible para hacerme hablar,
llorar y pedir piedad. Me arrancaron las uñas de los pies. Me torturaron con
altas corrientes de electricidad en todas las partes sensibles de mi cuerpo y
otras muchas formas de tortura en cuya práctica sus amigos marroquíes son
expertos.
Todavía hoy me parece un milagro haber sobrevivido a ese sufrimiento
insoportable e indescriptible. Sí, reconozco que en esos momentos grité de
dolor y pedí a Dios que me llevara con él. Pero no lloré, eso sí que no, para
que no pudiesen disfrutar del placer de verme humillado.
No sé cómo recibirá embajador esta carta, ni cómo la leerá, si delante
de su familia o a escondidas, como hizo en su trabajo diplomático cuando nos
entregó a los verdugos y asesinos del pueblo del Sahara Occidental. Seguramente
sus hijos y nietos se sientan orgullosos de tener a un padre como usted, pero
que sepan que destrozó a mi familia y a mí, que todavía sigo sufriendo las
secuelas de esas terribles torturas.
Me gustaría saber: ¿Qué le dieron a cambio de mi entrega? ¿Un cargo, una
promoción, una prebenda? He sabido después, que usted justificó su innoble acto
por el temor a que nuestra petición de asilo causase problemas en las difíciles
relaciones hispano-marroquíes. Pero, la verdad, no me cabe en la cabeza que la
patria de Don Quijote pueda identificar patriotismo y defensa de intereses
nacionales con un acto tan inhumano y tan indigno.
Es más, pienso que a gente como usted deberían juzgarla precisamente por
haber quebrantado los intereses nacionales, porque la entrega de víctimas
inocentes a sus verdugos, violando el derecho internacional por los cuatro
costados, lo que pone en evidencia, aparte de su falta de humanidad y cobardía, es un país débil y miserable.
Los españoles entonces no tuvieron modo de enterarse de lo que había
ocurrido porque ningún medio de comunicación informó sobre ello, pero que sepan
ahora que en Rabat, todas las embajadas estuvieron al tanto de la ignominia
suya, de la ignominia de España.
He de decir también, para los españoles que ahora puedan sentir
vergüenza, que en todos estos años que han pasado nunca olvidé a otra persona
que en 1990 formaba parte del personal de esa embajada, pero justo por lo
contrario que a usted señor Ortega. Se trata del que entonces era comandante
del Ejército español, Don Diego Camacho, que intervino con decisión y arrojo
para intentar convencerlo de que no hiciese lo que acabó haciendo en nombre del
prestigio de España. Todos estos años lo he llevado en el corazón, por su
esforzada gestión, recordándole todas las obligaciones que correspondían a
España, sin importarle, como ocurrió, que fuese represaliado por ello por sus
superiores, privándole de su cargo en
Rabat.
En los numerosas idas y venidas que he tenido que hacer a España desde
mi liberación con el fin de someterme a revisiones médicas por las secuelas de
las torturas que me inflingieron los marroquíes, he tenido ocasión de volver a
encontrarme con Don Diego Camacho. De usted, en cambio, no he vuelto a saber
nada. Ni siquiera en esta última estancia en la que, por cierto, he coincidido
con la triste noticia de la tragedia ocurrida en Madrid en una multitudinaria fiesta juvenil que
costó la vida a cuatro jóvenes. Dios las tenga en su gloria y a sus familias mi
expresión de dolor y lo mismo a toda la población española con la que el pueblo
saharaui se siente fuertemente unido.
No puedo dejar de pensar que esas jóvenes vidas arrancadas
prematuramente por el infortunio, forman parte de una juventud que sigue
mostrando su solidaridad con la tragedia del pueblo saharaui y que, desde 1975,
viene marcando la diferencia con sus dirigentes políticos respecto a mi gente;
marcando la diferencia con gente como usted señor Javier Ortega.
No sé por qué lo hizo, pero fuese por lo que fuese, ambición o cobardía
me da pena que haya gente que ponga precio a su dignidad.
Que la sociedad española se lo perdone.
Hmad Hammad
Y la paz