sábado, 17 de julio de 2010

La mina que dañó su vida no pudo con sus sueños


20 MINUTOS. R.QUEIMALIÑOS VIERNES 16 DE JULIO DE 2010

Era invencible. El infierno era el desierto. Y él había nacido en él. Brahim había masticado arena. Sudado a cincuenta grados centígrados. Dormido bajo el sol. Y crecido en un horizonte de dunas. Pero su cabeza era un oasis. Aprendió a ser refugiado en un campo de refugiados. A gritar al infinito. A escribir Sáhara Libre. Y a luchar con las ideas. Viajó a España con el programa Vacaciones en Paz con siete, ocho y nueve años. Conoció el ‘paraíso’ y regresó al abismo. La perspectiva europea le permitió pulir unas ideas de liberación que patrullaban entre la sensatez y la inocencia. Y así pasaron los años. Entre la lucha desarmada y la supervivencia. Hasta el 9 de abril de 2009.

Ese día Brahim se despertó exaltado. Cerró su puerta de adobe y se unió a la comitiva internacional reunida en Tinduf para solidarizarse con el pueblo saharaui. El objetivo era hacer ruido sin hacer daño. Viajar hasta el Muro de la Vergüenza –2.720 km de alambrada y minas que dividen el reino alaui y los campamentos de refugiados–. Organizar una cadena humana formada por 2.500 personas y clamar por la libertad del Sáhara, los derechos humanos y el fin de la represión en territorios ocupados.

Accidente evitable

La voz de Brahim acompañaba las consignas árabes prosaharauis. Hasta que sus ojos se cruzaron con la provocación. «La sonrisa irónica de los soldados marroquíes que controlaban el muro desde el otro lado de la alambrada me destrozó». Dejó de corear. Arrancó una piedra del suelo. Y la rabia ganó el pulso a la prudencia. Desgarrado, inició su particular carrera hacia la muerte. Traspasó la barrera de seguridad y se adentró en el campo minado.

Los gritos rotos de los jóvenes del Frente Polisario para que regresase al perímetro de seguridad era música celestial para sus oídos. Cada huella que imprimía en el suelo reducía las probabilidades de salir indemne. Hasta que agotó los bonus. Apoyó la pierna derecha y voló. Los reflejos de un joven saharaui –que también resultó herido– evitaron la tragedia irreversible. Empujó a Brahim. Pero su pierna ya había acariciado el artefacto. ¡Boom! Silencio. Y pánico. Fijó la mirada en los puestos fronterizos y encontró el sarcasmo observado antes de la explosión. «No puedo olvidar esa imagen. La gente chillando. Yo sangrando. Y, al otro lado del muro, satisfacción».

Brahim retrocedió hasta el perímetro de seguridad con una sola pierna y fue trasladado a un hospital en Tinduf. Perdió el pie derecho. Los medios de comunicación que acompañaban a la comitiva del Frente Polisario cubrieron la noticia. Y Alejandro –su padre adoptivo durante las vacaciones que pasó en Mora (Toledo) hace una década– reconoció en las fotografías a un Brahim herido de guerra. Contactó con la familia. Y decidieron que regresa sea España. A Mora. Porque el único futuro de los jóvenes saharauis en los campos de refugiados es el Ejército. El de Brahim, ninguno. Ahora espera que el Gobierno le facilite el permiso de residencia por causas humanitarias. Quiere ser carpintero. Y continuar la lucha pacífica por la liberación del Sáhara. Su pie derecho quedó en el Muro de la Vergüenza. Su dignidad permanece incorrupta.



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