El Sahara Occidental fue
conquistado primero por España y, después, por Marruecos. Estas sucesivas
ocupaciones tuvieron y tienen efectos directos sobre la vida de las mujeres.
Además de la pobreza y la opresión, su propia cosmovisión está amenazada: las
abuelas ya no son las jefas de familia ni se protege como antes a las mujeres
en caso de divorcio. Fatma El Medi Asma, líder de la resistencia de las
saharaui en Argelia, visitó la Argentina y conversó con LasI12 para dar a conocer
una historia con muchas más riquezas que el mito occidental de la nada en el
desierto.
Fatma El Medi Asma es la
presidenta de la Unión Nacional de Mujeres Saharaui. Ella tuvo que huir de
Sahara Occidental, su país, cuando tenía siete años, por un camino que duró
tres días y fue el más duro de sus 42 años de vida, hasta llegar a un campo de
refugiados en Argelia, igual que otras 173 mil personas, principalmente,
mujeres y niños/as. Habla en castellano porque España colonizó su país hasta
que, sin tregua, fue invadida por Marruecos. Hoy lucha por la independencia de
su territorio. Pero también por las condiciones de las mujeres que viven en
Sahara, relegadas a la pobreza, a pesar de las riquezas de la región, por la
falta de educación y, por lo tanto, de trabajo. No hay una sola universidad en
un país que se pretende autónomo, pero Marruecos tilda de provincia.
La inequidad de la soberanía
se complica con la tradición. La cultura marca que las mujeres deben quedarse a
cuidar a sus padres. Y si ellas no pueden irse, ni pueden estudiar donde están,
no logran capacitarse ni avanzar. Todo complota contra ellas.
Pero son otras mujeres las que
luchan por su independencia y por la cosmovisión de su cultura que, lejos de
los prejuicios occidentales sobre el Islam, defiende la libertad de las mujeres
de casarse y divorciarse, de tener hijos con hombres distintos, les da el lugar
de mayor autoridad familiar a las abuelas y protege absolutamente a las esposas
(en lo social y económico) frente a un divorcio.
Fatma visitó la Argentina y se
reunió con organismos de derechos humanos y las Madres de Plaza de Mayo para
pedir apoyo en su reclamo de soberanía. Ella contó su vida a Las/12 en una
historia que empieza con una carretera de huidas y partos entre gritos y
muerte. Una historia que le pesa. Pero que también ella quiere relatar para
construir futuro en ese camino por el que ella quiere regresar a su país cuando
sea –nuevamente – un país.
LA RESISTENCIA ESPUMANTE
Ella tiene tres hijos –y otra
hija más que murió– y un marido. Estudió en Libia. Pero tuvo que volver al
campamento cuando su padre murió para cuidar a sus diez hermanos. Pero no está
atada a la penumbra, sino dispuesta a la liberación. De visita por Brasil y
Argentina se la ve envuelta en una tela liviana, en una semana porteña de abril
que sorprende por no dar lugar a la brisa del otoño, pero que a ella, viniendo
del Sahara, la sorprende que se la designe como calurosa. La tela la recubre de
cuerpo entero y también su cabeza. El vestido se llama melpha. No luce igual
que una occidental y eso se nota, más que en el departamento en el que se
aloja, cuando se sale al pasillo o a la calle y, simplemente, estar cubierta
marca la diferencia.
Una pregunta clave es si la
desnudez occidental nos libera o nos ata a la esclavitud del cuerpo homogénico.
Pero, más allá de ese debate, su tela se diferencia de otras burkas, sotanas,
polleras, pelucas o coberturas de diferentes interpretaciones de las religiones
que judíos, musulmanes y católicos vuelcan como una posible opresión textil
sobre sus fieles. La melpha de Fatma no sólo es liviana –como un gran pareo–
sino que además sus tonos lilas le dan una vivacidad que, ni siquiera a través
del prejuicio del juego de las diferencias, da lugar a verla como una mujer
tapada de sí misma.
La liviandad también se
acompaña por su amabilidad. Ella está descalza por rito con sus pies pintados
de un color morado y apoyados sobre una alfombra. Pero no pide a sus comensales
que la sigan. Parecería una decisión de respetar su camino sin exigir que todos
los pies anden por su mismo recorrido. Habla un español –su tercera lengua
después de árabe y hassania– tan llano que una causa que parece tan lejana como
la independencia de Sahara se vuelve cercana, comprensible, tan propia aunque
su continente sea Africa y sus vecinos de enfrente sean las islas Canarias.
El territorio que ella
defiende y del cual proclama la bandera verde, blanca, negra y roja está
conquistado por Marruecos y signado por muros que superan a los ladrillos que
ya cayeron en Berlín o que todavía siguen entre Israel y Palestina. Su lugar de
exilio es un campamento de refugiados en la frontera del Sahara con Argelia.
Pero su raíz común es la conquista de España que terminó en 1975, pero que
Marruecos invadió inmediatamente. En ese momento ella huyó a Tinduf. Ahora son
500.000. Tal vez muy pocos para hacer peso. Pero muchos para seguir con el
sometimiento.
Su religión es la islámica.
Ella cuenta de diferencias. Pero diferencias que tejen orgullos o distinciones.
Ninguna frontera infranqueable. También cuenta de las riquezas de su país en
pesca, para derribar el mito de la arena infinita, y en minería. “Nuestra
riqueza fue nuestra condena a la pobreza”, sentencia Fatma y la sentencia
recuerda al destierro que el escritor Eduardo Galeano relató en Las venas
abiertas de América Latina, que sin duda ya irrumpió con la lógica del despojo
como efecto de la posesión en Oriente y Africa, desde el valor del oro en
Potosí –que convirtió a Bolivia en campo de arraso de sus riquezas y de la
pobreza de sus habitantes– hasta las actuales peleas por el oro, el gas, el
petróleo y el agua que atraviesan la actualidad en la visita en que Fatma
visita Argentina. Tan cerca, tan lejos. Tan raro, tan igual.
Es por eso que para acercarse
–o mostrar lo cerca que estamos– es que ella viajó hasta Argentina y, ya en la
entrevista, las palabras tienen un ritual que las hace desear. Ella acerca a
sus comensales el mayor de sus agasajos: un té saharaui: un manjar, una
bienvenida, una ronda de afecto, una metáfora.
El té viene con ella. No está
procesado, ni elaborado, ni molido, ni puesto en saquitos. Son hebras sin
contaminantes que conservan su sabor natural. Pero, en verdad, la pureza no es
su distinción. El sabor se asemeja al del té verde. Hasta ahí sus sabores de
raíz oriental y nuestros sabores abiertos a volvernos sommeliers en catas
podrían suprimir la sorpresa en la garganta. El secreto está en el encanto de
las manos. El cobijo de las tacitas. La corriente que produce la infusión beduina
en su inquietante ir y venir.
No hay palabras antes del té,
ni palabras sin té. El encuentro tiene que ser regado con un sorbo cálido. Ella
sirve la yerba en la tetera caliente. Sirve en tres vasos –pequeños, un convite
al sorbo más que a un trago largo– y cuenta que la tetera tiene que alcanzar
hasta tres reposiciones. Ella vuelca la mezcla. Pero el elixir de su propia
cultura no está en lo que se vuelca, sino cómo se vuelca: una, dos, tres veces
de un vaso a otro, hasta que el calor y el frío se dejan confundir y se
mezclan, hasta que el líquido se mixtura de aromas y texturas y se vuelve
espuma. La ceremonia crece hasta volverse suave manjar: bienvenida.
“Está muy mal visto si vas a
una familia y no te ofrecen té. Sobre todo la gente beduina que suele
trasladarse de un lado a otro en camello y, aunque no tengan comida (también,
generalmente, carne de camello), para ellos el té es todo –relata –. Después la
persona puede tomar tres vasos. El primero es ‘amargo como la vida’, el segundo
‘dulce como el amor’ y el tercero ‘suave como la muerte’. El té es una forma de
mirar la vida.”
Fatma mira la vida desde un
lugar que no es el suyo, desde los siete años, cuando huyó de Sahara
Occidental, por la invasión de Marruecos, en 1975 y se trasladó hasta un campo
de refugiados en un desierto ubicado en Argelia. Desde 1884 su tierra había
sido colonia española –nos une ese antecedente histórico–, pero cuando Europa
abandonó el poder Marruecos no dejo lugar para la independencia. “La invasión
marroquí fue cuando España empezó a retirarse”, apunta.
¿En ningún momento fueron
autónomos?
–No nos dieron un respiro.
España estaba pasando el fin de la dictadura de (Francisco) Franco, en 1975 y,
en ese tiempo de transición, Marruecos aprovechó por un lado y Mauritania, con
quien tenemos fronteras por el Sur, por el otro, para invadirnos.
¿España colaboró?
–El 14 de noviembre de 1975
dividió el país en dos partes. La parte del Norte fue para Marruecos y la parte
del Sur para Mauritania. España fue la administradora. En Marruecos mandaba el
rey Hassan II, que le prometió a los pobres que iban a tener un futuro mejor en
el Sahara y organizó la Marcha Verde. Ellos dicen que son una democracia, pero
no lo son. Fue una invasión con más de 600 personas. A la vez, hubo una invasión
militar que bombardeó el territorio. En el mismo momento entraron los
mauritanos en el Sur y empezó otra guerra. El Frente Popular para la Liberación
(Polisario) ya luchaba contra España. Después vino la guerra con Mauritania,
que duró hasta 1978, cuando se firmó la paz. Sin embargo, la invasión de
Marruecos, con la ayuda de Francia, todavía continúa.
¿Dónde vivís?
–Nosotros vivimos en
campamentos del lado de Argelia, en la frontera con Sahara, en Tinduf. Argelia
nos acoge, pero también tenemos las oficinas de Naciones Unidas.
¿Por qué no viven en Sahara y
resisten desde adentro?
–Marruecos cuando vio que no
iba a poder resistir la guerra empezó a construir muros para proteger las
ciudades más importantes y no es como el muro de Palestina o de Berlín que son
paredes. El muro tiene minas antipersonales que no nos permiten pasar y que les
permite a ellos quedarse con la pesca porque Sahara tiene una costa de 1200 kilómetros en
el Atlántico y además petróleo, uranio, mucha riqueza... por eso fue invadida.
La costa del Sahara no tiene
nada que ver con el mito del desierto...
–No, el desierto es donde
vivimos ahora: en el desierto argelino. Por esa riqueza fuimos obligados a
vivir en la pobreza. La riqueza es el motivo de nuestra pobreza. Por eso,
nosotros no podemos vivir en nuestro país desde hace más de treinta y siete
años.
¿Cuál es la población que está
dentro del territorio?
–La población saharaui es el
grupo que se quedó y no pudo salir hacia Argelia. Actualmente viven en las
zonas ocupadas y, aun estando en su país, son los más pobres. Hay un campamento
de 30 mil tiendas y 80 mil personas en la parte más pobre y desértica del
territorio en la cual es más difícil de sobrevivir. No hay mucha agua ni acceso
a la comida. Ni agricultura, porque es un territorio muy contaminado por las
minas antipersonales. Nosotros proponemos que haya un referéndum y que se
controlen las violaciones de los derechos humanos. Pero todavía no lo hemos
conseguido.
¿Qué sentiste cuando eras niña
y te tuviste que ir de tu país?
–Mi generación creció justo en
los momentos de la revolución. El frente Polisario se creó en el ’70, cuando yo
tenía dos años. Toda mi vida está muy vinculada con la lucha por la liberación.
No recuerdo nada que no tenga que ver con eso. Cuando fue la huida hacia el
exilio tenía siete años. En mis primeros recuerdos salen forzosamente las
imágenes de ese camino porque fue muy duro. Era un viaje que tardó casi tres
días y en el que estábamos casi quince personas en una camioneta y sin comida.
¿Cuál fue el sufrimiento
particular de las mujeres?
–Es parte de la educación que
las mujeres embarazadas no hablen de lo que les pasa. Se nota, pero no suelen
hablar de su embarazo, ni de cuántos meses tienen. Tampoco se puede saber nada
porque no hay para hacer ecografías. Mi prima era una chica muy tímida, y
durante ese viaje estaba a punto de dar a luz. Ella estaba sufriendo. Pero no
decía nada. La gente se refugiaba durante el día debajo de los árboles porque
el ejército marroquí nos estaba persiguiendo. Una noche la mayoría estaba
buscando leña y, de repente, se oyó un grito muy fuerte. Todo el mundo salió
corriendo porque creían que el ejército nos había alcanzado. Al rato mi abuela
Gabula se acordó de mi prima. Se fueron a buscarla, siguiendo su grito, sólo
mujeres, porque entendieron que podía haber dado a luz. A mí no me querían
dejar ir porque era niña, pero yo lloraba mucho porque siempre estaba con mi
abuela. Y, como no me separaba de ella, me permitieron acompañarlas. Mi abuela
me dejó ir y vi a mi prima muy pálida y sangre por todas partes y luego una
niñita muy gordita pero muerta. Hicimos una cueva para enterrarla, como dice el
rito musulmán, y llevamos a mi prima en una sábana que hacía de camilla.
¿Cómo es su cosmovisión sobre
las mujeres?
–La cultura saharaui es muy
abierta y respeta mucho a la mujer. Hay muchos refranes que demuestran que un
caballero tiene que tener buen trato con las mujeres.
No es que sufren una opresión
histórica por ser árabes, sino por la situación política...
–Nosotras queremos conservar
los valores sociales de nuestra cultura porque, en el caso del divorcio, por
ejemplo, las mujeres saharaui celebran una fiesta para demostrar que ya son
libres y que pueden casarse nuevamente. No hay ningún problema en volver a
casarse cuatro, cinco o seis veces. A las saharauis les gusta tener muchos
hijos.
¿Son polígamos?
–Antiguamente en nuestra
sociedad encontrábamos a mujeres que estaban casadas con un mismo marido y que
les dejaban sus hijos a las otras, incluso había quienes no sabían quiénes eran
sus madres. Algunas abuelas nos hablaron sobre eso, que era muy bonito, pero ya
no existe. También nos hablaron sobre el valor de la mujer. El que tiene que
pagar para los preparativos de la boda es el hombre y la que se queda con todos
los bienes es la mujer. Está muy mal visto que un hombre se lleve lo mínimo
cuando se separa. Ahora hay cosas que se están cambiando. Nuestras abuelas si
se enfadaban con su marido no les daban la posibilidad de reflexionar. Se iban
a lo de sus padres y para que vuelvan les tenían que hacer una gran fiesta que
les costaban un esfuerzo enorme a los hombres. Las nuevas generaciones –que
estudian en Venezuela, Cuba, Argelia o España– piensan de otra manera y son más
tolerantes con los hombres. Esto no les gusta nada a nuestras abuelas. Ellas
son muy exigentes. Por ejemplo, este año hemos tenido un caso que para nosotros
es una amenaza: un matrimonio se separó y ella se fue con su familia, la casa
se quedó vacía y, cuando él se casó de nuevo –en los campamentos de Argelia– la
llevó a su nueva mujer. Tuvimos que hablar con él porque para nosotras la casa
tiene que quedar para la mujer. Incluso, si ella no está viviendo ahí, pero es
su propiedad. Es la cultura saharaui.
¿Qué cambió con el destierro?
–Antes de la revolución las
mujeres no tenían participación política. Después se facilitó la participación
por el exilio. Los hombres tenían que ir a la guerra y las mujeres debían
quedarse en los campamentos y fueron ellas las que formaron los consejos y
fueron gobernadoras de campamento, directoras de colegio, lo hicieron todo. Así
fue hasta 1991 cuando empezó el proceso de paz. La conclusión fue que las
mujeres hicieron todo pero estaban solas. ¿Y cuando los hombres volvían a los
campamentos se iban a ocupar de la parte política, pero no de la doméstica? Fue
muy importante la reincorporación de los hombres sin poner en riesgo el lugar
de las mujeres que ahora ocupan el 34 por ciento de la representación. Lo que
hicimos no es nada excepcional: las mujeres en las crisis juegan un rol muy
importante. Pero cuando se termina vuelven a su rol tradicional.
¿Qué pasa con las mujeres que
siguen viviendo en Sahara?
–Las mujeres son las primeras
víctimas. En las zonas ocupadas son víctimas de torturas, de desaparición, de
agresiones sexuales, de ser encarceladas porque son ellas las que manifiestan.
Tienen sus hijos o sus maridos desaparecidos y son ellas las que levantan la
voz.