Sábado, 13 de noviembre del 2010 Pablo-Ignacio de Dalmases
Periodista. Autor de 'Huracán sobre el Sáhara
Al atardecer del 23 de octubre de 1975, en plena crisis provocada por el anuncio de la Marcha Verde, la agencia EFE difundió una crónica en la que se hacía eco de unas declaraciones de Mulay Abdalá. El hermano del rey de Marruecos, Hassan II, decía que España y su país acabarían llegando a un acuerdo y que les entregaríamos el Sáhara Occidental. La publiqué -yo era entonces director del diario La Realidad de El Aaiún- en portada, a toda página. Al día siguiente se agotó el diario en un plis plas y por la tarde el gobernador Gómez de Salazar me destituyó fulminantemente. El culpable siempre es el mensajero.
Veintidós días después, contradiciendo la política mantenida por España desde 1960, haciendo caso omiso de las Naciones Unidas, olvidando lo que habían sentenciado el Tribunal de La Haya y la comisión visitadora de la ONU y traicionando las promesas hechas al pueblo saharaui, el Gobierno de Arias Navarro firmó con Marruecos y Mauritania el acuerdo de Madrid, por el que les cedíamos la administración del territorio (aunque Mauritania renunció tras su derrota militar ante los saharauis).
La «madre patria»
Marruecos entró a uña de caballo con el firme criterio de impedir el ejercicio del derecho de autodeterminación y, basándose en unos pretendidos derechos históricos sobre su conquista del desierto hasta Tombuctú en el siglo XVI, dijo que aquel país era suyo y que lo reintegraba a la «madre patria». Tal como si España reivindicara Estambul porque los almogávares la conquistaron a horca y cuchillo hace siete siglos.
Desde entonces ha hecho todo lo posible para asentarse en un país que, según los testimonios de todos los viajeros del siglo XIX, nunca reconoció la autoridad del sultán. Y lo ha hecho de la peor manera posible: estableciendo un régimen policial que ha reprimido toda expresión de la personalidad saharaui, privilegiando una casta autóctona colaboracionista y corrupta, colonizándolo con emigrados del norte, que han privado a la población autóctona de puestos de trabajo, y, por supuesto, intentando borrar toda huella de España.
El resultado es que la propia población saharaui del interior -no la exiliada en la hamada argelina-, nacida y educada por el nuevo colonizador y que presuntamente hubiera debido estarle agradecida por su liberación, se ha alzado en una tercera intifada (hubo dos anteriormente) para reivindicar su dignidad como pueblo oprimido.
La reacción internacional ha sido la esperada: silencio de los poderosos -de la alianza con Mohamed VI se puede decir lo mismo que de la que hubo con los Somoza- y funambulismo del Gobierno español, con meteduras de pata tan grotescas como la del nuevo ministro Jáuregui.
Marruecos tiene un problema muy grave. La patente insumisión de los saharauis podrá ser reprimida a sangre y fuego, pero el problema se envenenará cada vez más y puede poner en peligro la estabilidad del propio trono. Pero España también tiene otro problema, porque a pesar de los intentos de Arias Navarro a Rodríguez Zapatero, el Sáhara sigue pesando como una losa sobre nuestro país y en pocos temas como en este se ve tan claramente el divorcio existente entre un Gobierno y la opinión pública.
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