La
crisis económica y la inseguridad en el Sahel lastran la solución de un
conflicto víctima ya desde hace décadas de la desgana internacional
Las
horas pasan despacio en el campamento de refugiados Dajla, al sur de Argelia
No
hay nubes que oculten lo que hay abajo cuando el avión sobrevuela el Sahara
(desierto en árabe) a la altura de la provincia argelina de Tinduf. De repente
aparecen jaimas de lona y casuchas de barro.. Son, hilvanados en la polvareda,
los campamentos de refugiados saharauis. Vistos por la ventanilla parecen un
sarampión que salpica la tierra. La impresión es la de un pueblo nómada que se
mueve al ritmo de sus dromedarios y cabras. Pero este es un sarampión para el
que no hay doctor. Tampoco sirven de nada las recetas en forma de resolución de
la ONU, tan periódicas como ineficaces. Y eso que el diagnóstico llegó hace
casi cuatro décadas, las mismas que cumplirá el año que viene el organismo
supremo de la autoridad saharaui, el Frente Polisario.
Ya
con los pies en tierra, es fácil comprobar cómo los rastros del sedentarismo se
multiplican en los campamentos. Las empresas argelinas extienden la cobertura
de teléfono móvil, se levantan hospitales y escuelas, algunos particulares
adquieren coches con los que recorren decenas de kilómetros de asfalto sobre lo
que antes eran pistas, otros abren pequeños negocios. El dinar argelino corre
cada vez más de mano en mano. Y también las divisas que mandan los saharauis
asentados lejos de la jaima familiar. Una pequeña economía que para nada hace
sombra al enorme entramado humanitario que supone el sustento esencial de esta
población, unos 200.000 según fuentes oficiales del Polisario.
Miles
de ciudadanos huyeron de sus casas en el Sahara Occidental cuando España abandonó
en 1975 la que era su colonia -todavía lo es hoy sobre el papel- dejándola en
manos de Marruecos y Mauritania. La guerra que se fraguaba contra el
colonizador estalló entonces. Nuakchot se retiró y Rabat ocupó la porción de
terreno que Madrid le asignó. Aquellos saharauis que pusieron pies en polvorosa
y sus descendientes son en gran medida hoy los vecinos de los campamentos de
refugiados.
El
campamento Dajla dispone de una calle comercial. Como todas, sin asfalto,
aceras o alumbrado. Allí se encuentran una carnicería abierta con fondos de la
Diputación de Sevilla, algún taller mecánico y varios ultramarinos como el de
Hussein Suil. En una especie de garaje, este hombre, que calcula que nació hace
61 o 63 años, vende un poco de todo. Pero ese todo tiene que traerlo de la
ciudad de Tinduf, a 170 km .
«Dos
días a la semana le hago al taxista una lista con todo lo que me hace falta y
él se encarga de traerlo», explica Hussein, que no paga a su proveedor hasta
que no logra vender la mercancía. Pero tampoco muchos clientes le pagan a él en
el momento de llevarse la compra de la tienda. Mientras explica esta cadena de
deudas, que a veces se alarga varios meses, espanta a unas cabras que amenazan
con comerse sus zanahorias. Junto a estas se muestra a la venta un saco de
arroz en el que se lee impreso: «Regalo de la ECHO», la oficina de ayuda
humanitaria de la UE..
Hussein
nació en la antigua Villa Cisneros española. Sus palabras no desprenden
optimismo respecto al regreso a su tierra. «Dios lo decidirá», dice con la
misma resignación que alumbra a muchos refugiados. «Ya no nos queda esperanza a
casi nadie, sobre todo porque llevamos desde 1991 sin resultados», se queja la
parlamentaria saharaui Coría Ahmad Abdallah, de 46 años. Ese año se decretó el
alto el fuego y se desplegó la misión de la ONU, la Minurso, encargada de
organizar un referéndum de autodeterminación que hoy nadie espera, al menos a
corto plazo. El presupuesto anual de la misión es de 49 millones de euros. En
estas dos décadas, y apoyado en el hartazgo de su gente y el pasotismo
internacional, el discurso del Polisario ha rondado la posibilidad de retomar
las armas. Pero, repetida tantas veces la amenaza, casi nadie le cree.
La
actual crisis internacional sacude fuerte a un pueblo «con dependencia absoluta
de las ayudas externas», afirma el ministro de Cooperación saharaui, Haj Ahmed.
Las que llegan de España estima que podrían descender un cincuenta por ciento.
Estos negros augurios sirven para volver a poner los argumentos de la guerra
sobre la mesa. «Llevamos veinte años esperando el referéndum y apostando por la
vía pacífica», lo que podría verse alterado ante un escenario de «hambruna»,
lanza de manera velada el ministro.
El
mazazo del secuestro
El
secuestro por vez primera de tres cooperantes extranjeros en los campamentos en
un clima de creciente inseguridad en el Sahel supone otro mazazo para los
saharauis. Los españoles Ainhoa Fernández y Enric Gonyalons y la italiana
Rosella Urru están desde octubre en manos de terroristas. La presencia estos
días de ciudadanos occidentales en los campamentos es acompañada de manera
sistemática por una escolta de militares del Polisario y gendarmes argelinos.
El miedo a que se repita está presente. «Y si se repite será por otros medios»,
piensa el ministro de Estado, Bachir Mustafa Sayed, aludiendo al protocolo de
seguridad desplegado.
Coría
Ahmad se ve muchos años de refugiada. Su familia, como la de la mayoría de
saharauis, está dividida entre los que alcanzaron los campamentos y los que se
quedaron en la zona ocupada por Marruecos. «Quiero volver a mi tierra, pero
solo cuando sea independiente». Mientras tanto, alimentos como la carne de
camello, el pollo o los huevos seguirán siendo un lujo.
«Continuaremos
viviendo de la ayuda internacional», dice la parlamentaria mientras abraza a su
nieto Yussef. En la casa familiar, de bloques de barro, no hay agua corriente y
una pequeña placa solar alimenta las bombillas bajo las que esta mujer sueña,
mientras espera la independencia, con «aprender idiomas y escribir en ordenador».
Hachazo
a las vacaciones en paz
«Soy
de Bollullos», dice Coría, una niña saharaui de doce años refugiada del
campamento Dajla, en Tinduf (Argelia). Evidentemente Coría no nació en
Bollullos de laMitación, un pueblo de Sevilla, a más de 1.500 kilómetros
de su casa. Es allí, sin embargo, donde en sucesivos veranos esta niña de
desparpajo desbordante ha aprendido a hablar castellano con acento andaluz y a
bailar sevillanas, y hasta se ha convertido en protagonista del documental
«Coría y el mar». A nada de ello tendría acceso sin el programa «Vacaciones en
Paz».
Todo
empezó hace 26 años con la llegada a España en verano de algunos niños de los
campamentos, que necesitaban atención médica, recuerda José Taboada, presidente
de la Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sahara (CEAS).
Primero se acomodaban en residencias, después los acogieron familias. El
proyecto creció. Durante muchos veranos eran raros el pueblo y la ciudad de
España en los que no había un niño saharaui.
Hasta
9.000 llegaron a viajar a bordo de vuelos «chárter» cuyos aterrizajes
convertían en una fiesta los aeropuertos, especialmente entre aquellos que
llevaban varios años repitiendo familia española.
Pero
el latigazo de la crisis ha pegado fuerte, hasta herir estas «Vacaciones en
Paz», que de 9.000 beneficiados ha pasado a 5.000 por los problemas económicos
de las familias y las dificultades de las asociaciones prosaharauis para
recaudar fondos. «¿Que qué vamos a hacer?», se pregunta Taboada entre risas.
«Pues volver a lo del principio.. Vender camisetas, mecheros, llaveros...
organizar cenas y hacer rifas».
CEAS
Sahara dispone de un teléfono (91 531 76 04) para los interesados en acoger a
niños saharauis