Imagina que tienes 26 años y
vives en El Aaiún. Estás en una fiesta organizada por tu familia. Tu primo, un
estudiante saharaui que vive en Marrakech, acaba de salir de la cárcel después
de seis meses. Su delito: discutir sobre la ocupación marroquí del Sahara
Occidental cuando viajaba en tren con un amigo. Te llamas Mohamed Dihani.
Todos estáis felices de poder
dar la bienvenida como merece a un valiente como él. Te alejas un poco de la
fiesta y sales a la calle para tomar el aire. Y, de repente, como en una
película, todo se desvanece: fundido a negro.
Despiertas y no sabes dónde
estás. Es un calabozo. Y comienza la tortura. Durante sesiones que duran horas,
encadenando días consecutivos de dolor y angustia, mellan tu cuerpo, tu joven
cuerpo, pero también tu mente. Es el miedo de no saber qué te está pasando,
porqué esta vez te ha tocado a ti.
Cazando al vuelo fragmentos de
información, concluyes que estás en la cárcel secreta de Temara (situado a unos
15 kilómetros
de Rabat). El nudo de la garganta aprieta más fuerte. No es lo mismo estar en
una cárcel que en una cárcel secreta. La cárcel oficial es una institución
penitenciaria propia de un reino, Marruecos, que pretende aparentar ser
democrático. Es decir, una cárcel del Estado Marroquí es una cárcel del tercer
mundo, pero una cárcel secreta está al margen de toda ley y sus reclusos ya no
existen oficialmente: son desaparecidos.
Mientras tanto, tu familia te
está buscando. Desesperados, tu padre, tus primos, recorren comisarías,
hospitales… sin ningún éxito. Algún invitado de la fiesta vio cómo te
secuestraban y tu familia, igual que tú, no alcanza a entender porqué te han
escogido a ti.
Tumbado en el catre del
calabozo, intentas recordar momentos mejores, más alegres. Hoy te han violado,
han intentado destruir tu dignidad una vez más. No pienses en eso, no pienses
en eso. Piensa en los campos de vides, en el olor de la uva madura cuando
trabajaste en la vendimia. Recuerda a tus compañeros de trabajo en Livorno o
los de Elba. Concéntrate en una anécdota insignificante de aquel viaje con tu
padre a Mauritania...
Y llega el día. Durante once
jornadas te han pegado, te han quemado, electrocutado, cortado, te han violado
con una botella… pero lo que menos te esperas es lo que vas a presenciar en
unos instantes. Los guardias te meten a empentones en una habitación. Es
distinta, está más limpia, no la conoces. Hay varios hombres en la habitación,
todos marroquíes, “mandamases”, deduces por su ropa y su actitud.
Ante ellos, una mesa con una
montaña de dinero, teléfonos móviles de última generación, ropa nueva y
papeles.
La última pieza del
rompecabezas es el anuncio que te hacen: “Mohammed, vas a irte a Mauritania. Te
dejaremos en libertad y partirás hacia allá, donde te asentarás. Tu tarea es
sencilla. Se van a cometer atentados contra la sede de la MINURSO, en la cinta
de Fos Burcraá, y también en Italia, en el Vaticano, se atacará a gente
importante. Tú, tan solo tienes que reivindicar esos atentados, anunciándote
como una célula yihadista nueva y explicando tus relaciones con el Frente
Polisario”.
Estás agotado y te mareas, no
puedes más. ¡No entiendes lo que te están pidiendo! Sin embargo, parece que te
están ofreciendo una tregua y te aferras con fuerza a la única vía a tu alcance
para escapar de la tortura. “Si, si, de acuerdo, haré lo que queráis”, les
ruegas. Las caras de los hombres allí presentes se tuercen con una media
sonrisa y uno de ellos hace un gesto a los guardias con la cabeza para que te
saquen de allí. A partir de ese momento, las cosas cambian radicalmente. Te
inyectan una sustancia que hace que desaparezca el dolor. Puede ser metadona,
morfina, heroína… ¿qué más da? Lo importante es que el dolor se ha diluido y tú
te sientes relajado.
Durante tres días, te sirven
las mejores comidas, como si estuvieras en un hotel de cinco estrellas. Un lujo
bizarro en un lugar como ese. Pero vas recobrando fuerzas, te sientes mejor,
con la mente más despejada… hasta que entiendes la magnitud y la gravedad del
plan en el que te han enredado. Te acabas de convertir en un señuelo, en un
hombre de paja. Te has vendido a cambio de arrojar la sombra de la sospecha
sobre tu Pueblo, sobre tu gente. Recapacitas. Tienes miedo a volver a ser
torturado, pero la alternativa de convertirte en un traidor es mucho más
desesperanzadora.
Gritas. Llamas a tus
carceleros. Una parte de ti saca valor de las entrañas y anuncia que “no hay
trato”, que no piensas participar en su juego macabro, que prefieres “volver a
la tortura”. Mientras las palabras salen por tu boca, tu cuerpo se estremece.
Sabes que va a ser muy duro. Pero algo se ha tranquilizado dentro de ti.
Al mismo tiempo, tu familia ha
continuado preguntando por ti, por tu paradero. Han escrito cartas a El Wali,
al Ministerio de Justicia, al procurador general… en el Sahara Ocupado y en
otras ciudades de Marruecos como Casablanca o Rabat.
Han pasado seis meses desde tu
secuestro, pero, una tarde, a tu padre le dicen que estás en la comisaría
Brigada nacional de la policía judicial de Casablanca. Te "acaban de capturar". Estás
acusado de “planificar atentados terroristas”
Pese a la gravedad de la
acusación, tu familia suspira de alivio. Estás vivo.
Y a ti te trasladan. Te llevan
a la cárcel, esta vez oficial, de Salé II. Es otro mundo. Lúgubre, pero no
macabra como Temara. Estás en contacto con otros presos, algunos de ellos
conocidos activistas saharauis por los derechos humanos, como los presos
políticos saharauis del campamento de Gdeim izik o como Brahim Dahane.
La infinita comprensión de
este último, casi tan fuerte como su fuerza de voluntad y su tesón, le
convierte en la persona más apropiada para contarle tu historia. Una historia
que ni tú mismo llegas a asimilar. Una historia de la que te avergüenzas,
porque has sido débil y, por un momento, antepusiste tu supervivencia a la de
tu pueblo.
Te abres en canal y te
sinceras con Dahane que, pese a su larga trayectoria en presidios marroquíes y
en cárceles secretas, abre los ojos como platos mientras le cuentas lo que te
hicieron y lo que te ofrecieron en Temara. Esperas una reprimenda. Dahane es
perro viejo, lleva luchando muchos años y le admiras. Sabes que ha estado
muchas veces mirando a los ojos a la muerte y, pese a ello, no ha cejado en su
empeño: defender la independencia del Pueblo Saharaui y denunciar las
violaciones de derechos humanos infligidas por el reino alauita.
Tras unos instantes de
silencio, sus pómulos se elevan y sus ojos se fruncen sonriéndote. Te felicita
por tu determinación: “Otro más débil que tú hubiera llevado el trato hasta sus
últimas consecuencias”. Y tú, Mohammed Dihani, lloras. Tu mente se libera de
una tensión inmensa. Ya no eres un espectro, ni un desaparecido, ni un peón en
un plan maquiavélico. Eres Mohammed Dihani y Brahim Dahane te cree. Y con su
confianza, te ha salvado, a pesar de que estás acusado de terrorismo y, lo más
probable es que los próximos diez años, el mejor tiempo de tu vida, permanezcas
encerrado entre las cuatro pareces de Salé II.
Son tu padre y el propio
Brahim Dahane quienes cuentan esta historia a unos observadores internacionales
durante una visita a El Aaiún. Les
cuentan esta trama, más propia de una mala película de agentes dobles en la
guerra fría y les dejan en shock. Muy preocupados por la gravedad del asunto.
Pretender vincular el
movimiento por la autodeterminación saharaui con el islamismo radical es
absurdo para cualquier persona que conozca mínimamente al Pueblo Saharaui. El
Frente Polisario es un movimiento de liberación nacional que aglutina a
personas de muy distinta ideología, pero ninguno de ellos, en los 37 años de
guerra y ocupación, ha sucumbido a la dicotomía fácil de la yihad o guerra
santa.
Dihani ha sido fuerte y ha
resistido el envite, pero puede que Marruecos insista en su estrategia de
tratar de criminalizar a los saharauis y, al final, encuentre a una persona que
sucumba. Esa es la estrategia: deslegitimar al Polisario como agente político y
único interlocutor del pueblo saharaui reduciéndolo a una célula yihadista más.
Esa demagogia barata vende, sobre todo en círculos de aliados militares que
agradecen cualquier pretexto para dar salida al stock de armamento. Es
peligroso, es letal y hay que denunciarlo fuerte para, si encuentran a otro más
débil que Mohammed Dihani, estar preparados para lo que pueda venir.